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Numancia

La Razón
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Siempre que puedo vuelvo a Numancia. En los tiempos que corren, cuando en la meseta, cada vez más vacía y abandonada, se observa ante el desafío catalán un tímido rebrote de épica y de dignidad herida, el cerro de nuestra gran epopeya se antoja un sitio recomendable para respirar y recuperar energía espiritual. En verano hay algo de animación, pero durante el año el mítico cerro sobre el Duero permanece solitario y silencioso, apenas animado por pequeños grupos de curiosos que recorren con un guía mal pagado sus ruinas, sus antiguas calles, sus aljibes, sus redondas piedras de moler y la casa celtibérica reconstruida con el suelo de tierra y el tejado vegetal. ¡Qué diferencia con Massada, «la Numancia de Israel», en el desierto de Judea, cerca del Mar Muerto! Allí hay siempre una multitud de turistas y peregrinos. Aquí sólo te encuentras muchos días con el sonido del viento afilado, que sopla de la Cebollera y arrastra cardos y yerbajos. Numancia, que este año celebra un aniversario señalado, es un monumento callado, dormido, semienterrado aún, abonado al abandono por falta de presupuesto. Podría ser el centro espiritual, cultural y turístico de Soria. Pero hasta ahí llega la desidia, mientras debajo, en el mismo término de Garray, al otro lado del Duero, permanece paralizada, con millones enterrados, la Ciudad del Medio Ambiente, cuya cúpula sin terminar, a un tiro de piedra de Numancia, es una metáfora inquietante de esta Soria de nuestros pecados. He leído cien veces el ensayo de Ortega en el que, acompañado de Pepe Tudela, sube a Numancia. «El cadáver milenario de Numancia –escribe– yace sobre un cabezo de empinadas laderas que impera a un magnífico valle castellano». Desde ese cerro mítico Ortega remonta el vuelo y recorre las diversas civilizaciones, hasta desembocar en una crítica despiadada a la sociedad urbana. «En su intimidad –opina– las almas urbanas viven hoy desmoralizadas». Y concluye envidiando a su amigo soriano, que había dejado la capital y se había vuelto al campo «detrás de sus merinas, que avanzan dando córcovos por las viejas cañadas de la Mesta, guiadas por los moruecos y los solemnes carneros adalides». ¡Ay, don José, ya ni eso! La Mesta se acabó. Habrá que volver los ojos a Numancia y escribir otra vez en los muros de la vieja estación de ferrocarril «¡Viva Soria libre!».