María José Navarro
¿O no?
El español (compatriota genéricamente vitriólico, inclasificable y que presume de haber roto el molde) sale de vacaciones y, lejos de pasar inadvertido tratando de mimetizarse con el paisanaje local, posee características por las que podría ser localizado al instante desde cualquier trasbordador espacial. Houston: tenemos un español. La primera es que se vuelve sordo cuando se trata de controlar los ruidos que emiten sus hijos. No es que aquí recupere el oído, no, pero digamos que entre tanto follón, puede que la cosa se quede en lo que hacemos aquí de toda la vida de Dios. El asunto clama al cielo cuando el español sordo entra en un avión o en un restaurante, porque es ahí donde el espécimen patrio se viene arriba y considera que en el precio pagado se incluye la paciencia del vecino. Ya que estoy gustándome en la sociología barata, déjenme decirles que el español ejercita durante el retoce en el extranjero una ocupación fundamental y una preocupación esencial. La ocupación es la de comparar. Comparar todo el rato. Madre mía, con lo bueno que está haciendo en España ahora. Qué vergüenza, con lo rápido que se alquila un coche en España, y mira aquí. Vaya mierda de trenes que tienen. Luego van presumiendo y mira qué carreteras. Eso sí, el español regresa y se queja amargamente de lo que le cuesta todo eso, pero fuera saca pecho. Y se preguntarán por la preocupación. La eterna preocupación: la hora en la que se supone deja de poderse comer y cenar fuera de España, idea-fuerza que ha arruinado cientos de miles de puestas de sol con una cerveza fresquita en la mano. Menos mal que estamos ya de vuelta, ¿no? ¿O no, carajo?
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