Alfonso Ussía

Ocho apellidos vascos

Al fin una película española sustentada en el talento y el buen gusto. Puede gustar más o menos, pero nadie discutir su originalidad. Un argumento osado, un guión magistralmente seguido y dialogado y una interpretación natural y de altura. Prueba de ello es que está llenando las salas de cine de espectadores que voluntariamente aligeran sus bolsillos para disfrutar durante dos horas de la compañía de la sonrisa. En el País Vasco está arrasando, lo que dice mucho a favor del sentido crítico y del humor de los vascos de a pie, que no son los encaramados en las poltronas nacionalistas. No ha gustado a nacionalistas radicales ni a los amigos de la ETA, y eso equivale a un pasaporte de dignidad.

La idea del andaluz enamorado de la joven vasca que se hace pasar por un «euskaldun» de pura sangre, es genial. Han existido precedentes en nuestro teatro. El mayor fracaso teatral de mi abuelo materno, Pedro Muñoz-Seca, lo supuso su comedia «El Diluvio» en el que metía a dos andaluces en el Arca de Noé. Las comedias de don Pedro gozaban del favor de las clases conservadoras y del repudio de las izquierdas, que acudían a sus estrenos a patearlas. En aquellos años, la pasión política se centraba en los toros y en el teatro. Y las animadversiones personales. El gran don Ramón María del Valle Inclán no soportaba a don José de Echegaray, sorprendente Premio Nobel de Literatura. En el fondo, el ochenta por ciento de los Nobel de Literatura ha sido sorprendente, pero los suecos son así y no hay remedio a la vista. En un estreno de Echegaray se establecía un diálogo muy cursi entre dos pretendientes de una misma mujer. Uno de ellos decía, con pasmos decimonónicos: «Su piel es de seda, pero sus nervios, de acero». Don Ramón se incorporó de su butaca, y con su particular ceceo sentenció con voz tronante: «¡Ezo no ez una mujer! ¡Ezo ez un paraguaz!». Y se cargó el estreno. En el estreno de Muñoz-Seca de su «Diluvio» no hubo, como decía el formidable Rafael «El Gallo», división de opiniones. «Unos en mi padre y otros en mi madre». Con «El Diluvio», el patio de butacas, los palcos, el entresuelo y el gallinero coincidieron plenamente. Todos los espectadores patearon y consideraron inapropiada la presencia de dos pícaros andaluces en el Arca de Noé.

Pero en «Ocho apellidos vascos», el público, en su mayoría, coincide. En la oportunidad, en la originalidad, en el talento, en la buena realización y en la estupenda interpretación. Se trata de la gran película española del año, la que va a compensar en taquilla los permanentes fracasos habituales en nuestro cine.

Y debo decir, que para mí, y pido disculpas por el protagonismo, me ha llevado a unos tiempos inolvidables y a una mujer maravillosa que alegró mi juventud donostiarra. Tenía ocho apellidos vascos, y nada sé ni conozco de su actual situación y destino. Se llamaba Pilar, Pili, que en aquellos tiempos era nombre común entre las vascas. Pilar Choperena Aizpúrua Ubiría Beristain Ochoteco Añorga Oñaederra y Basurto. Era más vasca que la trainera de Orio y más española que la pintura de Romero de Torres. Tenía más clase y estilo que todas las mujeres de la alta sociedad de San Sebastián, y era hija de un taxista que vivía en el barrio de Amara. Era de aquellos paisajes femeninos que mejoraban el paisaje, ya de por sí, insuperable de San Sebastián, con su prodigiosa bahía dibujada por Dios. Arzallus me copió la descripción, y me alegro. Con la película «Ocho apellidos vascos» entro en mi pasado y brindo por ella. Belleza, música, diálogo inteligente, humor y buen gusto.