Alfonso Ussía
Orgía blanca
Lo menos parecido al corralito griego, al coletas español, al portaexplosivos «Alfon», al gorrión Errejón y su novia asaltacapillas, al inadmisible Zapata y a los pelos de Carmena, es Wimbledon. La elegante orgía blanca de la tradición. Orgía de tenis, siempre igual, todo en su sitio, sus dos días de lluvia, sus ocho de sol y los cinco restantes con el público mirando el color de las nubes. Las fresas y los abanicos. Los perfectos recogepelotas y los estirados jueces de línea. Los tenistas de blanco, como siempre han vestido, porque en Wimbledon no se permiten los colorines y los diseños horrendos de las grandes marcas. –Si usted quiere jugar aquí lo hace respetando nuestras normas. En caso contrario, juegue en Atenas–. Ese público que aplaude lo bueno y respeta los fallos. E igual en la final femenina que en la masculina, la formación de los recogepelotas revisada por el duque de Kent, que se detiene a hablar con dos de ellos, uno de los cuales siempre es un negrito. Porque el duque de Kent, discreto, altivo, medido y amerluzado en el rostro, tiene una sola tarea por cumplir cada año, y la cumple divinamente. Entregar los trofeos a los ganadores y los finalistas de Wimbledon, las bandejas de plata a los árbitros y oír con alejado desdén las palabras de los deportistas. Kent domina el escenario y el territorio. De ser obligado a entregar un trofeo a los remeros de Oxford o Cambridge, resbalaría y caería al Támesis.
El morado y el verde en las toallas, las corbatas y las cintas de los sombreros. El mismo pelotazo proveniente de un saque que se estrella en la pamela de la mujer que se sienta en la primera fila de la esquina contraria. Si no hay bolazo, Wimbledon pierde parte de su grandeza. La hierba perfecta que se avinagra y desaparece en los fondos de las pistas cuando finaliza la primera semana. Espectaculares ellas, infinitamente más atractivas de blanco que de salmón, que este año se ha puesto de moda el salmón, color antiestético para jugar al tenis. La colina abarrotada, y las calles y las tiendas, por una muchedumbre educada y de fiesta. El «Bobby» y el militar, puestos ahí para darle color al ambiente. Buen gusto y solemnidad. Wimbledon no es uno de los cuatro grandes, sino el Grande con mayúscula y por definición. El tenis, en una palabra.
Hectolitros de Pimm’s en los gaznates. Wimbledon nació de un club de Croquet. Compitió un Rey, Jorge VI, que fue eliminado a las primeras de cambio. Un español, Enrique Maier, lo ganó en la modalidad mixta. El primero en conquistar la ansiada copa de «Vermeil» fue el gran Manolo Santana, que venció al norteamericano Denis Ralston. En aquellos tiempos, en los cambios de pista, estaba prohibido sentarse. La pionera entre las mujeres, Conchita Martínez. Ahora tenemos a Garbiñe Muguruza, que por su fuerza y estilo, ganará en Wimbledon porque así está escrito. Y dos campeonatos para Rafael Nadal, el héroe, vencedor en dos ocasiones en Londres y también de los otros tres grandes, y medalla de oro olímpica, y de la Copa Davis, y de lo que te rondaré morena, sin olvidar sus más de veinte triunfos en los «Master 1000», que están muy bien, pero en nada se parecen a la maravilla tradicional del All Tennis Club.
Centenares de trabajadores y empleados contratados cuidan durante un año las pistas sagradas que sufren en los quince días de competición. No es un derroche. Es una costumbre, una tradición. Por otra parte, no pertenece Wimbledon a la clase más elitista, que se reúne en el «Cricket» y el «Turf». Como recuerda Peyró en su gran libro «Pompa y Circunstancia», en Ascott se da la espalda a las carreras de caballos, que son la mera excusa para asistir a la gran fiesta. En Wimbledon se sigue el tenis con admiración y respeto. Y cuando el duque de Kent abandona el recinto después de entregar los trofeos a los campeones, descansa con el deber cumplido y aguarda con ilusión la llegada del siguiente mes de junio. «Cada año que pasa me canso más».
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