Julián Redondo
Orgullo
La Selección no es hoy ni peor ni mejor que el pasado domingo a las doce de la noche. Sólo es un equipo que ha perdido un partido, casualmente una final, contra un adversario que tuvo más fuerza, más fútbol, más garra, más corazón y la colaboración, acaso intrascendente, de la vista gorda de un árbitro holandés que buscaba plaza en el próximo Mundial, que se celebra en Brasil, por cierto, y permitió el «jogo interruptus» propuesto por los brasileños para desactivar, con esa descomunal dosis de «jogo brutito», el reconocido «jogo bonito» del conjunto español.
¿Mereció ganar Brasil? Sí. ¿Cuajaron los aguerridos muchachos de Scolari el mejor partido de la Confederaciones? Sí. ¿Tuvieron suerte? Sí, porque la supieron buscar. Entonces, ¿cuál es la defensa de España? Literalmente, la defensa española hizo aguas por los costados y el resto del equipo, siendo inferior físicamente al contrincante espoleado, animado, jaleado y llevado en volandas por 78.000 gargantas, seco como estaba de gasolina disfrutó de ocasiones para marcar, y no una vez. ¿Claras? Cuatro. La que sacó David Luiz a Pedro con 1-0; el penalti que tiró fuera Ramos y las dos paradas de Julio César con 3-0. España no mereció ganar –venció el mejor–, pero con algo de suerte pudo apretar el resultado. Así que si Brasil jugó el mejor partido en mucho tiempo y abusó de su físico frente a un equipo notablemente inferior en ese aspecto, después de todo «La Roja» no está tan lejos de esa excelencia «canarinha» que hoy celebran hasta las pirañas del Amazonas. La Selección sólo necesita descanso. Ya sabe cómo las gastan los brasileños, que se preparen para el Mundial. Y el orgullo, por delante, una vez recuperada la pasión.
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