Manuel Coma

Oriente Medio

La Razón
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El Oriente Medio es un tóxico caos con implicaciones epidémicas, como todo el mundo sabe, y más o menos así lo ha sido en los últimos cinco mil años, aunque ahora atraviesa una de sus peores fases. Hablamos, en general, del mundo árabe-islámico, o incluso del Gran Oriente Medio, como dicen los americanos, que alcanza, no muy propiamente, hasta Afganistán, el país de la guerra permanente.

El punto de arranque es la revolución islámica chií en Irán en el 79 y, en ese mismo año, la invasión soviética de Afganistán, de donde salió Al Qaeda, para combatir esa penetración exógena en primera instancia, pero enseguida, también, la todavía culturalmente más amenazadora influencia occidental. La escisión milenaria entre chiitas y suníes se fue convirtiendo en enfrentamiento abierto y alentó también ese nuevo radicalismo sunita, de muy viejas raíces, para luchar por igual contra los despreciados apóstatas islámicos que contra los infieles cruzados y sionistas. La caída de Sadam puede considerarse el comienzo del hundimiento de los regímenes laicos y nacionalistas que habían surgido con Nasser en Egipto en los cincuenta. La fugaz y tremendamente fallida Primavera Árabe del 2011-12 fue una reacción de las minorías occidentalizadas contra la corrupción, el despotismo y la miseria creada por el rápido crecimiento demográfico y la incompetencia económica de esos regímenes. Los jóvenes modernizadores jugaron a aprendices de brujo. El mundo musulmán estaba desde hacía por lo menos veinte años en proceso de reislamización. A más democracia, en el sentido de voto más o menos auténtico, más islam. Mientras duraron las ilusiones liberalizadores pareció que los grandes perdedores eran los yihadistas, ignorados por los airados manifestantes. El régimen iraní se sintió amenazado por el mal ejemplo en casa rival y ajena, pero la sacudida sirvió para conmocionar hasta sus cimientos las estructuras políticas existentes y mostrar la fragilidad de las divisiones estatales árabes, alcanzando el replanteamiento hasta las fronteras trazadas con la desaparición del Imperio otomano, tras la Primera Guerra Mundial.

En el caos subsiguiente y la debilitación de los poderes establecidos, los yihadistas encontraron su oportunidad e Irán, como cabeza promotora del chiismo y aspirante a la hegemonía regional, también. Cada uno por su lado y ambos en el mutuo enfrentamiento han llevado al paroxismo la inestabilidad y la violencia.

Las monarquías de la península arábiga, dirigidas por los saudíes, con un plus de legitimidad sobre las repúblicas autoritarias y comprando a sus súbditos con petrodólares, han sido inmunes a las utópicas ínfulas democratizadoras y libran un combate a vida o muerte en dos frentes, contra sus propios radicales que quieren barrerlas con un califato que unifique políticamente a toda la umma o comunidad islámica, y contra el régimen iraní que quiere imponer el chiismo sobre la sunna y la superioridad persa sobre los árabes.

Además de la afgana en sus confines, el Gran Oriente Medio contempla cuatro guerras en su seno: en Siria, Irak, Yemen y Libia. Cuatro capitales están en manos de sus aliados religioso-políticos: Beirut, Damasco, Bagdad y Sanaa.

El epicentro y paradigma del conflicto general es el sirio. Con una población de unos 21 millones lleva más de 200.000 muertos, cuatro millones de exiliados en los países vecinos y nueve millones de desplazados internos. Tres millones de esos refugiados en el pequeño Líbano y la pobre y demográficamente pequeña Jordania someten a esos países a toda clase de tensiones, planteando el peligro de reventarlo. Siria ostenta el completo muestrario de organizaciones radicales y de intromisiones exteriores. Es el escenario por excelencia de los dos conflictos prioritarios: iraníes/chiíes contra árabes/suníes por un lado y yihadistas suníes contra monarquías suníes tradicionales, muy generosamente conocidas como moderadas, por otro.

No es pensable que Siria vuelva a recomponerse en sus límites oficiales. Tampoco Irak. Libia ya no es propiamente un Estado. El Yemen puede partirse. Su reciente guerra vuelve a enfrentar a Riad contra Teherán. Para contener a Irán, los saudíes han movilizado el apoyo militar de los estados árabes de su cuerda, lo que podría cuajar en una alianza permanente, una especie de OTAN árabe. Irán puede contralar el estrecho de Ormuz, llave del golfo pérsico, y amenaza con hacerse con el de Bab-el-Madeb, angosta entrada en el mar Rojo.

Venenosos conflictos, naturalmente hay más, ahora insertos en los dos más amplios, en un abigarrado mundo en el que el enemigo de mi enemigo no tiene por qué ser mi amigo o viceversa. De hecho, muy lógicamente, se puede ser enemigos encarnizados en unos aspectos y colaborar en otros ante una amenaza común. Conflicto israelo-palestino, que no impide una profunda identidad de intereses árabo-judíos frente a la amenaza iraní. A tener en cuenta es la cuestión kurda, que concierne a cuatro estados y es prioritaria para Turquía, otro peso pesado regional, hasta hora poco activo, pero que podría ser decisivo en Siria.

Falta el por muchos años relativo estabilizador y verdadero hegemón regional: Estados Unidos y su retracción bajo Obama. Y el hecho que va a trastocar toda la convulsa región: el vidrioso acuerdo nuclear con Irán, prioridad absoluta del presidente americano. El impacto será profundo y por difícil que parezca puede empeorar todavía mucho más las cosas. Pronto empezaremos a verlo.