Lucas Haurie

Pablo Le Pen

Pablo Le Pen
Pablo Le Penlarazon

El tránsito de tertuliano a político está siendo laborioso para Pablo Iglesias, que de un tiempo a esta parte sólo allega votos gracias a las carantoñas que éstos dedican a sus monagos y los mimos que aquéllos prodigan a sus chaves u otros griñanes. Podemos suma un carro de papeletas en cada amago de Susana, un saco de sufragios con cada embuste de Floriano; mientras, el líder antisistema naufraga en su verborrea. Al final, resulta que su discurso es un bucle ideológico-temporal que siempre termina en los mismos clichés: los de la más rancia demagogia. Inservible ya la referencia bolivariana, Iglesias se refugió frente a Ana Pastor en la socialdemocracia escandinava y en el sistema participativo de algunos cantones helvéticos. O sea, una trasnochada combinación de estatismo proteccionista y trabas a la inmigración que, junto a su aversión a Merkel, lo emparentan directamente con el Frente Nacional francés... con quienes también comparte ese antiamericanismo enfermizo que lo llevó a propugnar al día siguiente la salida de España de la OTAN. «Soy un patriota», proclamó al unísono con madame Le Pen en la enésima demostración de que los extremos, en política, no sólo se tocan, sino que también se encaman. Ahí sigue el testimonio ominoso del pacto Ribbentrop-Molotov, otros dos indignados que abominaban de la fraternidad europea. Cambia la escenografía: hay quien adora a la efigie de Juana de Arco y quien prefiere rendir pleitesía a un póster del Che Guevara. Pero estos populismos disolventes, bajo cualquier denominación, siempre acaban siendo la misma cosa. Felipe González diría que «son la misma mierda», sin duda un exceso verbal pues las excrecencias gástricas resultan demasiados nobles como para incluirlas en tan humillantes metáforas.