Antonio Cañizares

Pascua de Resurrección

Pascua de Resurrección
Pascua de Resurrecciónlarazon

«No tengáis miedo», les dice el Ángel a las mujeres que llegan al despuntar el alba al sepulcro en el que han puesto, el viernes, a Jesús, para ungir su cuerpo. «No tengáis miedo. Sé que buscáis a Jesús, el Crucificado. No está aquí. ¡Ha resucitado! No busquéis entre los muertos al que vive». Éste es el gran anuncio para todos los hombres de todos los tiempos y lugares.

La crueldad y la destrucción de la crucifixión, y la pesada losa con la que sellaron su tumba, no han podido retener la fuerza infinita del amor de Dios que se ha manifestado sin reservas en la misma Cruz y ha brillado todopoderosa en el alba de la mañana de la resurrección. Los lazos crueles de la muerte con que se ha querido encadenar para siempre al Autor de la vida, Jesucristo, han sido rotos, no han podido con Él, de manera definitiva e irrevocable.

Día de Resurrección: todo queda iluminado y revelado. Todo queda salvado. Si no existiera la resurrección, la historia de Jesús terminaría con el Viernes Santo. Jesús se habría corrompido; sería alguien que existió alguna vez, en algún tiempo. Eso significaría que Dios no interviene en la historia, que no quiere o no puede entrar en este mundo nuestro, en nuestra vida y en nuestra muerte. Así, significaría que Dios no existe, y que lo hecho y dicho por Jesús, su pretensión divina, no tendría ningún crédito ni contaría con la garantía de que era verdad. Todo ello querría decir, además, que el amor es inútil y vano, una promesa vacía y fútil; que no hay tribunal alguno y que no existe la justicia; que sólo cuenta el momento; que tienen razón los pícaros, los astutos, los que no tienen conciencia.

Los malvados, los malos y los injustos, quisieran, efectivamente que no hubiera tribunal alguno, pues confunden la justicia con el cálculo mezquino, y se apoyan más en el miedo que en el amor confiado. Así se explica el apasionado empeño en hacer desaparecer de la historia la resurrección verdadera de la muerte real de Jesucristo, y en retroceder hasta situarse detrás de este acontecimiento real, y detenerse en el Viernes y en el Sábado Santo, es decir, en algo que pasó, que fue espectacular y sólo ejemplar, sin repercusión decisiva y definitiva en la humanidad entera y aun en la misma creación. De una huida semejante no nace, sin embargo, la salvación ni un mundo nuevo, sino la triste alegría de quienes consideran peligrosa la justicia de Dios y desean, justamente por ello, que no exista, que no exista Dios, que Jesucristo no esté presente, vivo y actuante para siempre en su Iglesia y en la historia humana. De ese modo se hace visible, no obstante, que Dios ha actuado, que Dios existe, que Jesucristo, Palabra eterna y creadora de Dios, hecha carne está presente en medio de nosotros, y actúa, hasta el fin de los siglos.

La fe en la resurrección de Jesús –no creada por el hombre ni fruto de su opinión interesada, sino expresión de la acogida de lo acaecido en medio nuestro–, es una declaración de la existencia real de Dios y de su creación, de aquel sí incondicionado del Señor frente a la creación, a la materia. La palabra de Dios alcanza efectivamente también el cuerpo. Su poder no se detiene frente a los límites de la materia. Abraza todo, lo abarca todo. (Por esta misma razón, nuestra fe ha de demostrar también que nuestra responsabilidad ante la Palabra de Dios ha de llegar hasta la materia, hasta el cuerpo, el cosmos mismo, la naturaleza creada; aquí mismo tenemos la prueba). En unión con toda la Iglesia, llenos de alegría y esperanza, repetimos y repetiremos estas palabras con particular emoción y estremecimiento, porque: «¡Es verdad, Cristo ha resucitado!». De esto damos testimonio. Después de morir, de quedar sepultado y de estar muerto, al tercer día, realmente, Jesús fue liberado de las cadenas de la muerte en su cuerpo y del sepulcro, y devuelto a la vida con su carne por el poder de Dios, su Padre, para no morir jamás. En Cristo, Dios, Vida y Amor han triunfado para siempre. La muerte, el pecado, el odio, la injusticia, la violencia... han quedado heridos de muerte de manera definitiva. Cristo ha resucitado y nosotros con Él, con Él nuestra humanidad, que es la suya, está para siempre con Dios, en Dios. Tal es la luminosa certeza que celebramos en la Pascua. Está llena de esperanza toda la historia de la humanidad, también la nuestra, la de cada uno de nosotros. En esta verdad, como sobre piedra angular, se asienta la fe de la Iglesia, nuestra esperanza y nuestra caridad. Aquí radica y nace la humanidad nueva hecha de hombres y mujeres nuevos, que viven, en esperanza, la vida nueva de la caridad y de la confianza sin condiciones en Dios que está con nosotros. Es la primera razón en la que descansa la vocación de los cristianos, animados de esperanza y guiados por la caridad, a edificar un mundo nuevo, unos cielos nuevos y una tierra nueva donde habite la justicia, donde los pobres sean evangelizados, donde se viva una nueva civilización del amor. Por ello, esta verdad donde está la real liberación, la libertad auténtica, no la podemos silenciar, porque es la gran esperanza que los hombres necesitan para poder arrostrar el futuro, con la ayuda y gracia de Dios, y fundamentar su vida individual y social, hasta «cósmica»: el hombre puede vivir en la esperanza de la victoria de la vida, del bien, de la verdad, de la belleza, de la justicia, de la paz y del amor. Ésta es la gran verdad que todo hombre requiere para hallar razones que le impulsen a vivir con sentido y amar con toda la fuerza de su corazón, hecho para amar, sin reserva alguna. ¿Cómo no exultar de alegría y saltar de gozo por la victoria de la Vida sobre la muerte? ¿Dónde está nuestra esperanza, dónde está nuestra salvación? La salvación está en Dios, que ha resucitado a Jesucristo de entre los muertos. ¡Feliz Pascua a todos!