Joaquín Marco

Patología de los españoles

Patología de los españoles
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Introdujimos el Debate del Estado de la Nación porque admiramos la democracia estadounidense, tan distinta de la nuestra. Pero la buena o mala salud parlamentaria o las polémicas partidistas no reflejan con precisión el estado de la sociedad española. Sería un error caer en la tentación de los complejos, como en su día concibió el psiquiatra Juan José López Ibor (1908-1991) en un libro que tuvo gran repercusión y que tituló «El español y su complejo de inferioridad» (1951), que alcanzó hasta seis ediciones. Venía a lidiar anticipándose, a dos posteriores y grandes interpretaciones históricas sobre los españoles que se debatieron en el exilio y en el interior, las tesis enfrentadas de Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz. Si para uno España era tachada de enigma, para otro era una realidad histórica ligada al conjunto de los países europeos. Pero López Ibor era médico en los tiempos en los que el psicoanálisis planeaba no sólo sobre los individuos, sino hasta en las colectividades. Aquel complejo de inferioridad respondía, por otra parte, a una España muy distinta de la actual. La observación del español y de su historia se conformaba respecto a un pasado no tan remoto y problemático que nos había llevado hasta la Guerra Civil de 1936-1939, el peor desastre que puede ocurrirle a un pueblo. No es de extrañar, por tanto, que no sólo los historiadores se preguntaran por los motivos que nos habían conducido hasta allí, sino que un psicólogo intentara descifrar el comportamiento de quienes estaban atravesando todavía una dura postguerra. Era aquella una España de constante emigración del campo a las ciudades, aunque estuviera lejos todavía de alcanzar una estructura social comparable al resto de nuestros vecinos del norte.

En Europa se mantenían ideologías encontradas. Un bloque entero de países ensayaba una dictadura del proletariado que acabó con la caída del Muro de Berlín. Tras la Constitución de 1978, los españoles descubrieron el papel trascendental de las clases medias. Sobre ellas golpea ahora la dureza de la crisis, aunque superadas por esos seis millones de parados que penden como una espada de Damocles sobre el devenir. La estructura social, que se había transformado en pocos años, deshace ahora el camino. Sin una fuerte clase media, consciente de sus posibilidades de futuro, la realidad social y la mentalidad de los españoles está virando. No es un complejo de inferioridad, es una sensación de miedo, una cierta depresión de la que tan sólo logran escapar las capas dirigentes. Este miedo conduce a la angustia, porque las esperanzas de cambio no se perciben con claridad. No es tan sólo una decadencia económica general (que lo es fundamentalmente), sino también un hundimiento social que llega acompañado de una natural falta de confianza en las grandes formaciones políticas a las que les ha correspondido capear el temporal de una crisis que resulta ser la más profunda desde el crac estadounidense en los años veinte del pasado siglo. A la hora del diagnóstico, al margen de los complejos, los españoles soportan, en consecuencia, una profunda depresión. Las clases medias, a las que se dirigió el presidente Obama en su discurso de toma de posesión en los EE UU y entre las que cabe incluir también a los trabajadores, han constituido durante decenios el colchón que permitía sin grandes vaivenes trasladarse desde el centroderecha al centroizquierda. Es lo que pretenden representar aquí los dos grandes partidos, cada día más debilitados, acosados y dependientes. A ojos de muchos ciudadanos fue un error no haber llegado a acuerdos sobre las grandes cuestiones que perturban al país, excepto en el ámbito del terrorismo.

Un consenso en aspectos fundamentales de gobierno o en cuestiones sindicales no hubiera restado independencia política. Pero la población no observa sino crispación, a la que cabe sumar la corrupción que se levanta día a día en las instituciones. La lentitud de la Justicia hace que los fenómenos se eternicen. Y, en consecuencia, hay un miedo no sólo al futuro, sino al rabioso presente, que nos trae a diario una ración de decadencia moral que perturba. Confiemos en que no sea demasiado tarde y los sectores más crispados tornen a una cierta moderación. De la desesperanza a la desesperación hay sólo un paso. No es hora de retornar a falsos complejos o a definiciones psicológicas que, por excesiva generalización, resultan apriorísticas. Tampoco es hora de mirar atrás. Lo que estamos percibiendo es un cambio profundo de comportamientos sociales en demasiadas ocasiones injustos para los más humildes, descorazonadores para quienes desearían el retorno al desaparecido bienestar.

Estamos viviendo con dramatismo la globalización que nos empuja sin miramientos hacia la competitividad. Para la mayoría, ésta se reduce a salarios más bajos y mayor productividad. Observamos ahora con recelo a los países del norte de Europa, pero el continente entero se contempla desde otras zonas del mundo no sin pesimismo. Nuestra cacareada sociedad del bienestar ha dejado de serlo o está emprendiendo la retirada. Los radicalismos asoman las orejas. Los españoles no retornan a aquel complejo de inferioridad que nunca existió, pero algunos vicios del pasado se mantienen y tal vez puedan acabar desordenando nuestro futuro.