Policía

Patrulleros

La Razón
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En nuestras expediciones por las malas artes, tropiezos y locuras de los gringos citamos con frecuencia la violencia policial. Cómo no, si casi cada semana disponemos de un nuevo vídeo protagonizado por agentes de gatillo tierno. La víctima acostumbra a ser negra, y pobre, pero bueno, de noche los gatos son pardos y a ti te encontré en la calle. El penúltimo capítulo de este duelo perpetuo, de esta cruenta excepcionalidad floreada con balas, reluce en una grabación donde unos amables policías del condado de Fairfax y unos resueltos patrulleros estatales le embuchan 9 tiros a Bijan Ghaisar, de 25 años. Su coche había sido golpeado por otro vehículo. Por razones que nadie acierta a explicar el joven acabó en mitad de una entretenida persecución. Un juego de esos tan Hollywood serie B. 5 minutos después remataba la tarde con el cerebro agujereado y esa sonrisa entre bobalicona y hierática que adquieres al enfilar la morgue previo paso por la UCI. Habrá que esperar a que el FBI entregue las conclusiones de su investigación. Sí, sé de sobra que 300 millones de armas en manos privadas son demasiadas. Y comprendo el temblor, la desconfianza, el miedo sin cortar y hasta la paranoia del policía que una noche cualquiera te pide que bajes la ventanilla y enseñes los papeles. Pero carajo. Son demasiados tiroteos. Demasiados peatones acribillados. Demasiadas las carnicerías entre uniformados y civiles. Demasiados los cuerpos con el contorno de la tripa abierta y subrayada por la tiza forense. Demasiados los altercados que acaban como bodas de sangre y, también, demasiados los vídeos imposibles de blanquear y las ocasiones en las que la respuesta policial se antoja entre excesiva y torpe. Cuando no directamente criminal. No me hagan empezar a detallar la lista, a repasar los nombres. De los disturbios en Watts, en 1965, al último crimen, pasando por Rodney King, en 1991, cuando Leonard Cohen anunció que el futuro era el asesinato, apenas mejoramos. E incluso, tal y como explica Katie Nodjimbadem en la web del Smithsonian, los carteles de la marcha sobre Washington de 1963, aquellas pintadas y aquellos pósters contra la brutalidad de la pasma, siguen vigentes. Ayuda la cruzada contra la drogas y catástrofes asociadas. Contribuye la siniestra pobreza en la que malviven millones de estadounidenses. La atroz depauperización de unos barrios como villas miseria. Colaboran los prejuicios raciales. Que lejos de ser una alucinación repentina florecen desde los aciagos días de las leyes Jim Crow y antes. Asiste la ridícula militarización de unos cuerpos policiales mejor equipados para patrullar Bagdad que para asistir en sus necesidades y emergencias a los ciudadanos de un país del Primer Mundo. Y coopera la maldita atomización. Con miles y miles de departamentos autónomos y policías locales a las que resulta casi imposible coordinar. En esto, como en tantas cosas, la descentralización empeora la calidad del servicio mediante la multiplicación de taifas. Cada una con sus políticas internas y en guerra contra los otros. Los de fuera. Empeñados en decirnos cómo hacer nuestro trabajo. Cómo controlar «nuestras» calles.