Cristina López Schlichting
Pegaso
Había un ministro de Felipe González, Luis Sáenz Cosculluela, que estaba entusiasmado por viajar en helicóptero. Luis María Anson le aplicaba un doloroso pareado: «El ministro Cosculluela, que no corre, sino vuela», y el pobre acabó siendo objeto de burla cuando aterrizaba (era titular de Obras Públicas e inauguraba muchas veces la misma vía para darse el pisto). Apenas la mosca se veía en el horizonte, los plumillas gritábamos: «¡Mira, Pegaso!», y hacíamos hueco para el torbellino que se formaba con las aspas del aparato. Ahora se llama «Pegaso» el artefacto ideado por Tráfico, un chisme que se chivará si infringimos las normas. Menuda injusta carrera lleva la quimera legendaria. Pegaso era un hermoso caballo alado que simbolizaba la poesía y, como mucho, puede ser sinónimo de rapidez, pero no de vigilancia. Por eso hay una marca española con esa denominación. El monstruo aéreo debía llamarse cíclope o Polifemo, por su capacidad de espiar desde lo alto. Esta Semana Santa conviene levantar la cabeza para verlo, porque irá volando por encima de nuestros radares y detectores, de modo que será electrónicamente invisible. Mandará imágenes probatorias de nuestros delitos a una sede de Tráfico en León... que amablemente remitirá las multas a los hogares. Al final, la mitología no engaña, porque el caballito legendario tenía malas pulgas. Era hijo de Medusa (la de los pelos de serpiente) y, de una coz, hizo brotar la fuente Hipocrena en el monte Helicón. Lo malo es que no va a ser fácil evitar que Pegaso se cabree, porque no siempre se da una cuenta de que se salta los límites de velocidad. Me parece que este Pegaso sale a su madre Medusa, que petrificaba con la mirada a los que se le acercaban.
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