Ángela Vallvey

Pérdida

François de Salignac de la Mothe-Fénelon aseguraba que no hay cosa imposible para quien sabe trabajar y esperar. Isidoro Álvarez, el presidente de El Corte Inglés recién fallecido, es ejemplo de ello. El asturiano tenía justa fama de trabajador y sensato. Siempre me admiró, me llamó poderosamente la atención, lo poco que se prodigaba en los saraos de poderosos, teniendo en cuenta que vivía y comerciaba en España, donde los grandes empresarios descolan alrededor de las fuentes del poder, por tradición y convencimiento, bailando a todas horas lo que parece ser la danza ritual previa al negociete redondo y lirondo con la Administración pública –pues el poder político ha sido y sigue siendo manantial, semillero y fundamento casi único de algunas de las grandes fortunas de «estepaís» que tienen de emprendedoras lo que yo de filóloga samoyeda–; se me antojaba estimable esa contención suya, ese paso atrás lejos de los focos y las tribunas de notables. Obviamente, Isidoro Álvarez, al ser un hombre prudente, era por tanto avisado, inteligente, y sabría que hay personajes relevantes que lo son única y exclusivamente en razón de los cargos que ocupan, no porque sean «personas» valiosas e importantes, de modo que, en cuanto dejan de ejercer su puesto, pasan a convertirse en unos mindundis, o sea: en ellos mismos.

Muy lejos de la imagen del empresario chupóptero, amamantado a las ubres del Estado –oportunamente gobernado por amiguetes–, Isidoro Álvarez regentaba un comercio de gran éxito: español para españoles. El Corte Inglés ha servido, y sigue haciéndolo, para estructurar España mucho mejor que las instituciones políticas encargadas de ello. Maneja un presupuesto de cultura, con gusto de mecenazgo, bastante más pródigo que el de un ministerio... Además de un buen empresario, se ha ido un trabajador discreto, serio. Lamento mucho su pérdida.