José Luis Requero

Personas

Hace unas semanas asistí a la intervención de Juan Miguel Villar Mir, presidente del grupo OHL, en uno de los encuentros que organiza este periódico. Dijo muchas y muy interesantes cosas pero reparé en dos. La primera que fue a los 56 años cuando empezó su aventura empresarial, una aventura que al cabo de los años se ha saldado en lo que hoy es ese grupo empresarial. O dicho de otra forma, que él empezó a dar lo mejor de sí a una edad en la que muchas empresas prejubilan a sus directivos y los mandan a sus casas.

Nunca he entendido esa política de prejubilaciones; supongo que las empresas harán sus números y les compensará prescindir de los más experimentados. Supongo que de un sueldo sacan dos, tres o más nóminas para pagar a gente joven a la que se exprime. Suplen así la experiencia, la veteranía, a base de mayor productividad en términos de horas y horas de trabajo. La cuentas saldrán –supongo– pero ese desperdicio de capital humano no puede ser rentable.

Hace años, siendo Vocal del Consejo del Poder Judicial, propuse y logré que para el acceso a la Carrera Judicial por el llamado Cuarto Turno se valorase como mérito los años de trabajo de esos abogados de empresa que se prejubilaban. No sé en que habrá quedado y si habrá tenido algún efecto llamada, pero al menos intenté aprovechar para la Justicia a un capital humano que el sector privado desperdiciaba.

En esa disertación Juan Miguel Villar Mir dijo, además, que al adquirir empresas en situación crítica mantuvo al anterior equipo directivo. No me pregunten el por qué, pero vino a decir que no eran esos equipos los responsables de la situación de la empresa: el problema venía de arriba, de la forma de entender el negocio.

De ambas ideas me quedo con un denominador común: la importancia de las personas. Personas capaces, bien dirigidas, son un buen capital y personas en la plenitud de su experiencia profesional pueden dar mucho de sí si se les considera y estimula. Tanto como para erigir, dirigir y gestionar un grupo empresarial líder.

Llevemos estas ideas a la marcha de la nación. El futuro de un país es su población, que se rejuvenezca y se la forme, cuando esto no se hace un país renuncia al futuro. Ignoro si hay cálculos de lo que España está perdiendo en términos de capital humano, pero pienso que estamos ante un silencioso cataclismo cuando veo realidades como la crisis demográfica, la huida de España de jóvenes titulados y de extranjeros o las consecuencias de un sistema educativo deficiente, más esa política empresarial de prejubilar a los más experimentados. Y en esta línea es suicida que se defienda la legislación proabortista: una dramática descapitalización que ha destruido más de un millón de vidas humanas en casi treinta años.

También se actúa de espaldas a las personas cuando se fomenta no lo mejor de ellas sino lo peor: ya sea el enfrentamiento ideológico, territorial o de clases o cuando se fomenta no la responsabilidad sino el espíritu de subvención. O cuando regiones enteras se conciben como graneros electorales o caladero de votos, y con el señuelo de una falsa idea de Estado del bienestar quedan sus habitantes cautivos, desvitalizados, a base de inyectarles lo que no son más que dosis masivas de espíritu parasitario.

Cuando se legisla o gobierna para las personas se procura estimularlas e incentivarlas. Si una fiscalidad voraz invita a no trabajar más, a que no merezca la pena la laboriosidad, mal vamos; y mal vamos también si en las profesiones no hay alicientes ni incentivos. Pienso, por ejemplo, en la mal llamada «Carrera» Judicial, lo que tomo como paradigma de lo que no hay que hacer. Ahora que se trabaja en la reforma de la Justicia alguna reflexión merecería que una profesión vital, con profesionales altamente cualificados, carezca de incentivos, que muchos de sus miembros vean que es inútil esforzarse.

Si se prima a las personas antes que a los datos macroeconómicos, contables o a las apetencias ideológicas o electorales, se caería en la cuenta de ese silente cataclismo del que hablo y a poner remedios. O, al menos, a no fomentarlo.