Lucas Haurie

Piketty, no nos salves

Maestros de la mercadotecnia, ese innoble arte de contar mentiras para vender lo innecesario, no es casualidad que la presentación del programa (¿?) económico de Podemos coincida con la publicación en España de «El capital en el siglo XXI», el nuevo libro de cabecera de la socialdemocracia. La formación antisistema se esfuerza por alejarse del bolivarismo bananero –valga la redundancia– de sus orígenes y asimila su discurso a unos postulados que, aunque igualmente nocivos, resultan más presentables. En la obra de Thomas Piketty se han inspirado casi exclusivamente los negros de Pablo Iglesias, que recetan con palabras más dulces el eterno atraco izquierdista: quitarle el dinero al ciudadano, que en su insondable estupidez hace mal uso de él, para que sea administrado por el Estado salvador. Incluso el Dioni podría haber aducido una benéfica voluntad de «redistribuir la riqueza», que es a lo que aspira este profesor francés formado en el Massachusetts Institute of Technology, mediante la instauración de un impuesto mundial sobre las grandes fortunas. De modo, por ejemplo, que a doña Cristina Fernández de Kirchner le alleguen unos miles de euros de Amancio Ortega para que arme a las patotas que apedrean los escaparates de Zara en el microcentro bonaerense.

Acercarse a la literatura es estupendo siempre que no se confunda la fabulación del novelista con la vida ni las teorías mesiánicas de Piketty con la economía real. Paul Valéry desconfiaba de los pensadores que ofrecían soluciones globales, con independencia de cuál fuera su particular obsesión, desde Marx hasta Freud, porque consideraba que era imposible costreñir toda la problemática humana a un solo libro. Y ponía como ejemplo, casi un siglo antes de que unos errados exégetas del Corán se dedicasen a rebanar gaznates por toda Mesopotamia, las calamidades provocadas por los grandes monoteísmos. No hay fórmulas mágicas para revertir esta crisis, de la que sólo se saldrá mediante la seguridad legal, la libertad y la legítima ambición de enriquecerse. No merecen mayor consideración que aquellos chalanes de feria que vendían crecepelo quienes pretendan encerrar la solución en cinco eslóganes preñados de resentimiento social. Si en 700 páginas, por muy editadas en Harvard que estén, alguien dice haber encontrado la manera de terminar con las injusticias del planeta, es que tiene un problema grave de exceso de autoestima. Poco más de la mitad, también prometiendo la felicidad global, tenía «Mein Kampf» y vaya telita la que se lió.