Ángela Vallvey

Pobres

Escucho al pueblo llano (o más bien, dada la situación, al pueblo «en cuesta»), del que me honro en formar parte, pedir a voz en cuello «penas de cárcel» para los corruptos. No estoy de acuerdo. Cuando digo que no me parece que enviar a un corrupto a la cárcel sirva de reparación para los delitos cometidos, mis interlocutores se escandalizan como si creyeran que me erijo en defensora de esa hez de la sociedad que es el político trincón, putrefacto e inmoral. ¡Por supuesto que no! Creo que un político deshonesto es un sociópata. Que como tal debería ser procesado, juzgado y condenado. Pero que no es la cárcel el lugar donde debe expiar sus culpas. Estamos hartos de ver cómo, en los años de felipismo, por ejemplo, se castigó con penas de prisión que parecían ejemplares a sujetos que cometieron fechorías por las cuales merecían ser expulsados de la especie humana. Dichos elementos ingresaron en sus celdas con baño «en suite», en penitenciarías donde gozaron de muchos privilegios (alguno cumplió condena en un apartamento especial sito en una cárcel de mujeres, para evitar agresiones por parte de los presos comunes, que suelen tener su propia idea de la justicia y aplicarla expeditivamente). Entre beneficios penitenciarios, buena conducta, rebajas de pena por estudios y demás, un día salen a la calle, cumplida ya su «deuda con la sociedad», donde les está esperando el dineral que le han afanado al contribuyente español. ¿Nadie se acuerda de Luis Roldán? ¿Dónde está el dinero que saqueó...?

Creo, pues, que la pena más justa para el corrompido es que devuelva lo robado, embargándolo a perpetuidad si es preciso. Como decía Madariaga, la cárcel más incómoda y triste es la de la pobreza. Habría que condenar a los sociópatas corruptos a ser pobres de por vida.