José María Marco
Politización sindical
El pasado mes de febrero, una huelga del personal de recogida de basuras en Sevilla terminó cuando los trabajadores votaron de forma individual. Una de las batallas históricas del sindicalismo norteamericano es la del voto secreto: cuanto más público es el voto, más poder tienen las burocracias sindicales y menos los afiliados. En la huelga que padece Madrid estos días el debate no tiene por qué estar planteado en estos términos, pero el desarrollo del conflicto es significativo de la evolución del sindicalismo en tiempos recientes.
Hace unos años, no demasiados, la huelga era un instrumento al que los trabajadores y los sindicatos de una empresa (en general industrial) recurrían cuando pensaban que la negociación estaba atrancada. Aunque podía llegar a tener una dimensión pública, afectaba sobre todo al ámbito empresarial. Ahora el panorama es bien distinto. El sector industrial está demostrando más flexibilidad en las negociaciones laborales gracias a las reformas del Gobierno, y también porque los sindicatos en la industria han aprendido lecciones muy amargas. Esto ha permitido que el nivel de conflictividad en tiempos de crisis no sea tan alto como lo fue hace años. (De paso, España se consolida como una de las grandes economías más industrializadas de la UE.)
Al desplazarse al sector servicios, el primer perjudicado por la huelga no es ya el empresario, sino el cliente o el usuario. Si además se tiene en cuenta que las grandes huelgas atañen sobre todo a empresas relacionadas con los servicios públicos, o gubernamentales, la cuestión revela la politización directa de la actividad sindical. No todas las huelgas en estos sectores son políticas, claro está, pero muchas acaban teniendo una dimensión política. Se manifiesta en la forma en la que los empleados más movilizados o más sindicalizados dificultan la prestación del servicio o incluso empeoran las consecuencias de la huelga, como está ocurriendo ahora con las basuras vertidas a propósito o la quema de contenedores.
Con unos sindicatos que dependen más, al menos en estos sectores, de la financiación pública que de sus propios afiliados, esto tiene difícil solución. A la espera de una ley de huelga que no parece que va a llegar pronto, lo mejor es facilitar la democratización de la toma de decisiones. Así se impedirá, como ocurrió en Sevilla, que los enfrentamientos cobren un cariz político que no deberían tener. En realidad, esto le interesa a casi todo el mundo. De esta clase de desórdenes, quienes más perjudicados salen son los partidos de izquierdas. Una y otra vez.
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