Antonio Cañizares

Por los mártires

Se pueden pensar, decir y hacer los comentarios que sea acerca de la beatificación, en Tarragona, de 522 mártires de la persecución religiosa de los años 30 en España, pero lo cierto y objetivo es que aquel domingo vivimos, en Tarragona, un acontecimiento que no podemos ni debemos olvidar. Fue un día muy grande para la Iglesia en España, para España, para todos, una verdadera bendición del cielo que a todos alcanza: ni la Iglesia, ni la sociedad española pueden olvidar a los mártires ni olvidar su lección en vida y en muerte, su testimonio de Dios que es Amor y sólo Señor, su confesión de fe en Dios que salva, su testimonio y entrega de perdón.

No podemos dejar de tener muy presente que la Iglesia, hoy, «sólo podrá convencer a los hombres en la medida en que sus predicadores estén dispuestos a dejarse herir. Donde falta la disposición a sufrir, falta la prueba esencial de la verdad de la que depende la Iglesia. Su lucha sólo puede seguir siendo siempre la lucha de quienes se dejan derramar: la lucha de los mártires» (J. Ratzinger, «Imágenes de la esperanza», p. 26). La sangre de los mártires es semilla de cristianos. En la sangre de nuestros mártires tenemos el futuro. No hay que temer. Ni la Iglesia, pero tampoco la España que somos, puede temer el futuro por difícil que se presente. No sólo los mártires intercederán por nosotros y nos ayudarán, sino que nos abren un sendero lleno de luz para seguir ese camino de esperanza que ellos vivieron y por el que dieron la vida. El sacrificio de sus vidas no es estéril, sino fecundo: la dieron por nosotros, y eso perdura siempre, es fecundo, generador de vida.

Por eso, ¿cómo vamos a tener miedo por el futuro de nuestra Iglesia y de nuestra España si son tantos y tantos los mártires recientes? Ahí tenemos nuestra fuerza, nuestro futuro, nuestra gloria. No podemos temer: «El testimonio de miles de mártires y santos ha sido más fuerte que las insidias y las violencias de los falsos profetas de la irreligiosidad y el ateísmo. He ahí el gran milagro de nuestro tiempo. Gracias a Dios, la fe en Jesucristo ha seguido y sigue alimentando la esperanza en el corazón de muchos. De modo que la Iglesia ha podido presentarse ante el mundo como signo renovado de salvación» (Conferencia Episcopal Española), testimonio y confesión de fe en Dios vivo, testimonio de la verdad, del amor y del perdón.

Nuestros mártires son aliento, estímulo e intercesión, ayuda y auxilio para nosotros, para que demos testimonio público de fe en Dios vivo en un mundo que vive a sus espaldas y como si no existiera, y por ello, contra el hombre y su futuro, para una verdadera convivencia en paz y justicia, en la verdad y en el amor, en libertad verdadera fruto del amor en que se expresa la verdad: sin Dios no es posible la paz, ni el reconocimiento efectivo de la dignidad y grandeza de todo ser humano. El mundo de hoy necesita de cristianos que en la vida pública y privada, en sus obras y en sus palabras, vayan dejando, a su paso por la vida, el testimonio vivo y real de fe en Jesucristo.

Necesitamos hoy cristianos que estén dispuestos y prestos a confesar a Cristo públicamente, y en todo lugar y circunstancia, delante de los hombres o en la soledad, y a seguirlo, como únicamente se le puede seguir, por el camino de la Cruz y del Calvario. Los cristianos no queremos ni podemos saber de otro como nuestros mártires, ni creer en otro, que en Jesucristo y éste crucificado, manifestación suprema de Dios, de su amor y entrega, de su perdón y donación del don de la reconciliación y de la paz.

Ante un mundo como el nuestro, en el que de tantas maneras y tan sutiles, en no pocos ámbitos y por diversos grupos y personas, se penaliza la fe de la Iglesia, ante tantos poderes de este mundo que se sientan de miles de maneras en sus tan diversos «tribunales» y acusan y condenan a la iglesia y a los cristianos, es preciso, con la fuerza y el aliento de nuestros mártires, que Dios nos conceda fuerzas para ofrecer el testimonio que los mismos mártires nos han ofrecido. Es el mejor servicio que podemos hacer a los hombres. Ahí sí que hay un futuro grande para todos. Ahora nos queda dar gracias por este don, seguir las huellas de este don y suplicar que por intercesión de los mártires de los años 30, que derramaron su sangre y entregaron su vida para el perdón de todos, Dios nos conceda a esta España nuestra vivir y permanecer en la concordia social y en la paz, superados los conflictos y enfrentamientos internos, que Dios nos haga a todos mejores servidores de la paz, recordando que la verdad y la justicia son condiciones necesarias para ella. Traigo, por último, ante todos las palabras de la Conferencia Episcopal Española en el año 2000, que hago mías: «España se vio arrasada a la guerra civil más destructiva de su historia. No queremos señalar culpas de nadie en esta trágica ruptura de la convivencia entre los españoles. Deseamos más bien pedir el perdón de Dios para todos los que se vieron implicados en acciones que el Evangelio reprueba, estuvieran en uno u otro lado de los frentes trazados por la guerra. La sangre de tantos conciudadanos nuestros derramada como consecuencia de odios y venganzas, siempre injustificables, y en el caso de muchos hermanos y hermanas como ofrenda martirial de la fe, sigue clamando al Cielo para pedir la reconciliación y la paz. Que esta petición de perdón nos obtenga del Dios de la paz la luz y la fuerza necesarias para saber rechazar siempre la violencia y la muerte como medio de resolución de las diferencias políticas y sociales».

Al tiempo que damos gracias, acudimos a la intercesión de nuestros mártires y seguimos con esperanza la estela que ellos nos han dejado para alcanzar las verdaderas metas de humanidad y de paz que necesitamos.