Ángela Vallvey

Póvoa

Viajeros románticos de antaño, eruditos insaciables en busca del Santo Grial del conocimiento, aventureros e historiadores, entre otras buenas gentes sensibles, inteligentes y curiosas –más o menos–, han examinado con cuidado cualquier rincón del mundo por el que pasaron. El historiador griego Herodoto, que era un señor de lo más concienzudo y poseía alma de explorador o incluso de detective de la historia, describió todo lo que pudo y le dio tiempo, dentro de los límites del espacio geográfico conocido en su época. Preguntó, anotó, observó y analizó las formas de vida de las gentes y dejó constancia de las diferencias de unos pueblos con otros, de su religión, sus costumbres y organizaciones familiares. Eso hizo también, aunque mucho más tarde, el historiador romano Tácito con los pueblos germánicos; o Marco Polo, en el siglo XIII, aprovechando sus viajes por el lejano oriente... La fotografía es el testimonio del viajero actual. El ser humano que sabe vivir bien viaja siempre que puede. Por eso he ido a Portugal (tan cerca, tan lejos), a Póvoa de Varzim, precioso y tranquilo pueblo del área metropolitana de Oporto, en el Valle del Ave; Póvoa es el lugar que vio nacer a Eça de Queirós, escritor de referencia de las letras portuguesas. Tiene unas playas magníficas, en las que el Atlántico recuerda al alucinado viajero, a embates contra el viento, que no es un simple mar sino que posee la digna y brava inmensidad del océano. El Passeio Alegre hace honor a su nombre y los lugareños deambulan por él entre la contemplación y el ocio, con el rugido de las olas envolviendo sus pensamientos. Es una ciudad matriarcal y amable, apasionada de las artes y la música, culta y tranquila, en la que se come bien, se ríe bien y se lee mejor.