César Vidal
«Prestige», «Prestige»...
Es de esas campañas que no se olvidan y, ahora que una sentencia judicial ha puesto todo en su sitio, de las que se recuerdan con un regusto amargo. El PSOE, aliado a los nacionalistas, estaba decidido a desalojar del poder como fuera al PP. Tal y como iba económicamente España – nunca antes mejor y no sabemos si tampoco nunca después en el curso de nuestras vidas– sus posibilidades se acercaban a cero. Entonces se produjo el episodio del «Prestige». Desde el primer momento, el PSOE captó la oportunidad y puso en marcha un aparato mediático similar a una máquina bien engrasada. De las televisiones autonómicas a las privadas – sí, aquella a la que llamaban Tele-Sadam– nos llenaron las pupilas de chapapote, de imágenes de gaviotas empetroladas, de jóvenes voluntarios que, en medios de transporte pagados por gobiernos regionales, se dirigían a Galicia a limpiar playas. En las tertulias, los pontificadores en todo y especialistas en nada daban soluciones alternativas que iban desde bombardear el barco hasta usar la marina de guerra. En el colmo, hasta nos hartamos de escuchar un «Nunca máis», como si uno pudiera conjurar gritando consignas las acciones de la naturaleza o las negligencias de los hombres. Esperaron que el Gobierno quedara colocado contra las cuerdas y fuera derrotado en unas elecciones anticipadas. No fue así. De hecho, en unos comicios locales celebrados poco después, el PP ganó de calle a nacionalistas y socialistas. Algunos pensaron que el peligro estaba conjurado. Craso error. La izquierda había olfateado la sangre y decidido que la agitación acabaría imponiéndose a los hechos objetivos. Después del «Prestige» –recuérdese– vino el «¡No a la guerra!» –que algún castizo sustituyó por un «¡No a la guarra!», en clara referencia a una conocida actriz de izquierdas– y con ese calentamiento nos acercamos a las elecciones generales. Apenas unas horas antes, pude escuchar en el descanso de una tertulia a una de las más conspicuas agitadoras de la izquierda comentar que, como iba a ganar Rajoy, se retiraría de la profesión. Sabido es que no fue así. Llegó el todavía inaclarado 11-M y la práctica callejera de meses desembocó en el cerco a las sedes del PP y en la victoria de ZP. Ahora sabemos que el punto de inicio de toda aquella cansina y perversa campaña no fue sino la demagogia bochornosa de la oposición. Bien queda para los historiadores. Al común de los ciudadanos, no hay quien les quite los dos mandatos de ZP ni sus pésimas consecuencias.
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