Ángela Vallvey
Profetas
Lo bueno de la antigüedad es que había pocos profetas. Entre los Mayores y los Menores, podían contarse con los dedos de las manos (y de algún pie). Ser profeta no es fácil pues requiere poseer un «don sobrenatural» gracias al cual es posible conocer el futuro «por inspiración divina». A pesar de unas condiciones y exigencias tan duras, en nuestra época abundan los profetas, los adivinadores y los visionarios, de manera que, si todos los que se autoproclaman clarividentes augures (valga la redundancia) tuvieran de verdad un carnet de autentificación expedido por Dios, estos tiempos serían más divertidos y previsibles que los del Antiguo Testamento.
Hay nigromantes que viven en horario nocturno, echando las cartas por televisión. Son incoloros y tienen la mirada vidriosa porque al habitar en la oscuridad de la larga noche hertziana no toman bastante vitamina D y, por tanto, la suya es una profesión de riesgo y buscan compensación elevando con un plus de peligrosidad la tarifa telefónica de su consulta mágica. Por eso no dan gratis ni las «buenas noches», pero a cambio llaman a sus clientes «cariño, princesa, mi amor, caballero...», y eso siempre tiene un precio. Se ocupan de las profecías de lo «micro»: la salud, el amor y el trabajo. Para ellos, todo va bien o progresa adecuadamente. El suyo debe ser un negocio saneado porque, cada vez que se resintoniza la TDT, salen dos canales nuevos con pálidos brujos de refresco.
La otra gran categoría de profetas son los economistas que, a su vez, se dividen en apocalípticos y aterradores. Su especialidad es lo «macro»: macro-desastre, macro-desolación, macro-hecatombe, macro-armageddon... Ni siquiera hace falta llamarlos y ponerse a la espera a 2 euros/minuto: dan sus pronósticos gratis total, y a todo el que los quiera oír. (Pero nadie quiere).
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