Restringido

Prosa y poesía de la política

En la región de Sverdlovsk, en los Urales, donde sólo se oye el ruido de los carámbanos clavarse en la nieve, dos amigos llevaban horas hablando de literatura y otros asuntos que no han trascendido y, mientras hablaban, bebían como sólo los rusos pueden hacerlo: transitando de la depresión a la euforia y viceversa. Uno de ellos, de 67 años, defendía que la única literatura verdadera era la prosa, aquella que podía contar con su arrollador caudal de imágenes y voces lo que le sucede a un hombre en una aldea perdida de la tundra. El otro, de 53 años, un ex profesor apasionado de la poesía, tanto que podía enloquecer –como más adelante veremos–, consideraba que un solo verso era la forma más alta de expresión, la única capaz de interpretar la terrible soledad de un hombre perdido en una aldea de la tundra. Ambos, por lo visto, compartían esa inmensa soledad invivible de la tierra helada. Llegado un momento de la discusión, uno de ellos no pudo soportar oír decir que la poesía era un ejercicio inútil, bello pero inservible, incluso causa de la creación de fantasmas que han llevado al mundo a la ruina cuando al poema se le pone música militar. Así que se abalanzó sobre su amigo y lo mató a puñaladas. Huyó por la tundra estéril, ese espacio que habían compartido y donde escupían cálidos hilos de vodka que perforaban la tierra, hasta que pasados los días fue detenido y su amigo enterrado, claro está, bajo la tundra. La poesía siempre esconde un gesto de violencia; es el silencio autoritario de los místicos que no encuentran comprensión en esta vida tan vulgar, o no saben encontrarla. Su candidez, cuando lo es, oculta el lado más siniestro de la condición humana. España, donde no hay tundra aunque la tierra es dura, es un país de poetas. Es decir, es un país de místicos: el arte de la fuga y el silencio. Para entendernos, y dado que el espacio apremia: Rajoy habla en prosa y Aznar en poesía.