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Puertas y paredes

La Razón
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Hay personas que sólo atraviesan puertas. No hacen otra cosa en la vida más que abrirlas, atravesarlas y vuelta a empezar. Son las puertas de las que habla Paul Pen en su novela «El brillo de las luciérnagas»: una puerta pierde su significado si no la atraviesas a menudo, se convierte en una pared. El protagonista es un niño de 10 años que está encerrado en un sótano con su familia, todos víctimas de un misterioso incendio del que nadie habla. Curioso. En la vida real, donde nacen las novelas, también hemos dejado de hablar de los incendios que arrasan bosques y vidas porque a alguien le parece mejor platicar de otro tipo de incendios callejeros. De esos protagonistas que atraviesan puertas, hablamos poco. Muchos están en la calle, no por capricho, sino porque lo han perdido todo por culpa de los incendios. Hace unos días escuché en la radio a un hombre de 60 años contando que se ha quedado sin nada pero que esa misma tarde volvería a empezar. Su voz reflejaba la rabia, la desolación, la impotencia de haber perdido todo por la maldad –no son enfermos– de unos descerebrados a quienes quemar la vida ajena les pone burros. Mientras unos se empeñan en construir, otros prefieren destruir; mientras unos atraviesan puertas, otros levantan paredes. La fortaleza de ese hombre para volver a empezar en mitad de la pérdida debería ocupar nuestra atención, y no la encarcelación de dos señores acusados de un delito que recoge la ley. Hay octogenarias muertas en una furgoneta mientras intentaban huir de las llamas, hay niños que sólo quieren dormir en su cama y cuyos padres les deben de explicar que ya no hay cama a la que volver; hay hombres y mujeres que, después de una vida entera trabajando, se ven obligados a empezar de cero. No estamos escuchando sus historias y sí la de otros que tan solo gritan más. Tendemos a hablar de quienes no lo merecen y de lo que no importa tanto como nos hacen creer. Nos avergonzaremos de las conversaciones no tenidas y del tiempo no dedicado. Cuando nos toque a nosotros, dejaremos de hacernos los sordos y los ciegos.