Alfonso Ussía
Puestas de largo
En mi juventud, el mes de junio era el de las puestas de largo. Algunas jóvenes, por su volumen corporal, se ponían de ancho simultáneamente. Entiendo que mi siguiente observación es susceptible de producir un gran rencor en los resentidos, pero es lo que hay, o mejor escrito, fue lo que hubo. No nos quitábamos el «smoking» hasta mediados de julio. Escribió Saki, el gran olvidado, que en las fascinantes fiestas del verano inglés, para distinguir a un invitado de un camarero no era necesario poseer grandes dotes de observación. El que llevaba bien el «smoking» era el camarero y el que se ajustaba continuamente la corbata de pajarita al cuello y se acomodaba de continuo la faja y los pantalones, era el invitado. En la actualidad, las puestas de largo han perdido frecuencia y sobre todo, justificación. Se escribía en las secciones de sociedad: «La señorita tal y cual vistió sus primeras galas de mujer». Hoy, las mujeres se comportan como tales desde muy temprana edad y no es necesario ponerse de largo porque ya están larguísimas de por sí. De los viejos tiempos guardo recortes de prensa con regocijantes erratas de «Sociedad», algunas de ellas, de muy difícil superación. En el semanario «Miss», que editaba Prensa Española, se publicó la siguiente información: «El pasado viernes, 14 de julio, vistió sus primeras galas de mujer la hija del general de División don Manuel Torralba Pacheco, María Luisa Torralba Presmanes. Especial emotividad tuvo el momento en el que el general Torralba bailó el primer vals con una gran parte de los invitados, entre los que destacaba el señor párroco de La Milagrosa, doña Fuencisla Arévalo, marquesa viuda de San Ginés». Diablos de imprentas y linotipias, que por desgracia se han extinguido con la modernidad.
Escribo de esto porque, días atrás, una vieja amiga se quejaba de la crisis económica, reduciendo sus efectos a la escasez de puestas de largo. Por mucho que intenté convencer a tan egoísta otoñal que la gravedad de la crisis ha tenido consecuencias dolorosísimas, trágicas y terribles en decenas de miles de familias españolas, ella mantuvo su postura con rígida frivolidad. Y es más, se lamentó de lo poco que se muere hoy en día «la gente conocida». Su argumento se me antojó devastador: «Si no hay fiestas, al menos que haya funerales para que nos veamos los de siempre, pero la gente conocida no se muere como antes». Me estremecí cuando comprobé que hablaba completamente en serio.
Creo que hay ejemplares en todos los rincones y esquinas de la sociedad que han sobrevivido al peligro de la extinción. Y no es malo, sino conveniente, porque se trata de ejemplares únicos y, por ende, merecedores de una permanencia sobre la tierra para hacernos ver el relativismo en la interpretación y padecimiento de un drama extendido. La llamada «alta sociedad», por más que lo duden o nieguen quienes se creen que todo le resbala por la epidermis, está sufriendo la crisis económica del mismo modo que el resto de los escalones sociales. Y está igualmente escandalizada con el derroche y la proliferación de personajes corruptos y nada recomendables. En un aspecto, mi interlocutora tuvo algo de razón. «No lo puedo demostrar, pero antes no se robaba tanto como ahora, y al que robaba se le miraba mal y no se le hacía la pelota». Se preguntarán ustedes el porqué de mi escrito. Sencillamente, que estamos terminando junio, no hay puestas de largo, se muere poca gente conocida, estoy a un paso de vender mi «smoking» y la añoranza me ha devuelto a los tiempos disipados de la sensibilidad entumecida. Y a una sonrisa.
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