Alfonso Ussía
Pujol y su coño
No me gusta hacer televisión. Me parece una tortura. Esos focos son desalentadores. Pero sí he acudido en diferentes ocasiones a «Espejo Público», el programa de Antena-3 que dirige y presenta Susana Griso. Lo he hecho porque Susana Griso es una mujer muy inteligente, muy bien educada, muy medida, muy guapa y muy lejana a la vulgaridad imperante. Cuando me ha invitado he aceptado casi siempre su invitación. Motivos menores. Un premio, un nuevo libro o un breve comentario ligado a la actualidad. Entre lo que ella aporta por la naturaleza y el suplemento de los tacones de sus zapatos, Susana Griso es un prodigio que supera con creces los ciento noventa centímetros de altura, y ese detalle impone. No a Pujol. Claro, que Susana Griso no cayó en la descortesía de charlar con Pujol de pie. En la estrategia del sofá toda diferencia física se esfuma y surge la armonía. Hasta don Juan Tenorio se vio obligado al uso del sofá para enamorar a doña Inés, si bien el mérito de la pasión experimentada por la novicia no venía de la brillantez de los versos sino del previo calentamiento a la que fue sometida, mediante hábil soborno, por Brígida, su dueña celestina.
En la escena del sofá de Susana y Jordi Pujol, doña Inés era el segundo, sin duda alguna. Y Susana era el Tenorio, pero sin precisar de ayudas externas. Y en este caso, las preguntas de don Juan en lugar de amartelar y seducir a doña Inés, consiguieron el efecto contrario. Le sacaron de quicio,hasta el punto de que a la inocente novicia se le escapó un «qué coño» de muy complicada amnistía social.
Pujol es una permanente y abierta caja de sorpresas en lo referente a gestos y guiños. Usa más de ellos cuando los argumentos le abandonan. Porque Pujol, aparte del «¿qué coño es eso de la UDEF?», no dijo nada. Bueno, dijo que las acusaciones e informaciones que pesan sobre él y los suyos son inventos del Ministerio del Interior con el único objeto de destrozar a una familia. Es decir, que ni su hijo mayor ni su señora esposa tienen negocios en México y Argentina, que ni Oleguer guarda sus dineros en paraísos fiscales y la Banca Mora de Andorra –con ellos compró los inmuebles adquiridos a Prisa–, y que Oriol, su sucesor político, nada sabe ni conoce de la red beneficiada por las concesiones de la ITV. Fue cuando me pregunté: ¿Por qué, entonces, acude al programa de Susana Griso, si no tiene nada que decir?
Sí habló de su evolución desde el nacionalismo presumiblemente leal a España –pura contradicción–, hacia el independentismo que en la actualidad anhela. La culpa de ello la tiene, por supuesto, España. Pero para decir eso no es necesario desplazarse desde Barcelona a San Sebastián de los Reyes, padecer la suave tortura del maquillaje y enfrentarse a la inteligencia instantánea de Susana Griso. Con unas declaraciones por teléfono a cualquier periódico nacional o regional le hubiera bastado y sobrado.
A mí, personalmente, me apenó su desconcierto. La estructura teatral de un plató me ayudó a figurarme la escena del sofá de la tragedia de Zorrilla, pero al revés. Algo me recordó también a una pieza teatral que se emitió en los principios de TVE, y cuya protagonista fue Rosa Luisa Goróstegui. Hacía de sordomuda y había presenciado un crimen. El policía le estaba sacando de quicio, y la sordomuda habló: «Ha sido el señor Richardson». Como era en directo, hubo cambio de programa. No dijo ¡qué coño!, pero se desquició también.
De ahí mi segunda pregunta. Si todo es mentira, si nada de lo que se escribe es cierto, si la injuria y la calumnia imperan sobre la inocencia de su familia ¿por qué se presentó en un programa de televisión como si fuera Belén Esteban? Pues no lo sé.
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