Pedro Narváez

Que aprendan de Tony Soprano

La aristocracia de la corrupción española, tan ramplona, debería aprender de Tony Soprano, ahora que el actor que inventó al padre de la mafia posmoderna nos ha dado un tiro con su defunción. Tanta balasera para acabar con un infarto, que es como si Messi, la redonda corrupción, falleciera en un partido de «futbito», o Nacho Vidal, pillado in fraganti con Gao Ping, lo hiciese en un ejercicio onanista lejos de las noches de gloria. La muerte no siempre está a la altura del difunto y en ocasiones tampoco la vida. Por lo que vamos viendo, la «mafia» española luce su código como complemento de temporada y no como fondo de armario, al contrario que Vito Corleone, que se vestía por los pies mientras se abotonaba una venganza regida por sólidos principios criminales. Aquí los corruptos son tan líquidos que si tomaran whisky se ahogarían. La primera lección de Soprano es un mantra conocido: que la familia no se perturbe con sus negocios. Lo inédito es que para evitarlo visite a un psicoanalista. En la época de «El Padrino», que uno de los suyos fuese a sesiones de terapia le hubiera costado el destierro, pero a Tony Soprano lo convierte en un héroe contemporáneo ante una audiencia que sigue fascinada por lo bien que se cuenta el mal. Nuestros encarcelados van hasta arriba de Orfidal y no hablan en el diván si no es en presencia de su abogado. Apenas balbucean unas frases dignas. «Soy inocente», que es ya el colmo de la vulgaridad. Tony Soprano nos dejó lecciones de maestría televisiva que se graban en la recámara de nuestro revólver sentimental: «Me da igual que me tengan miedo, ¡dirijo un negocio, no un puto concurso de popularidad!» He ahí su máxima. Pero lo mejor es su justificación: «Sólo jodemos a quien merece ser jodido». No es que fuera bueno, pero qué grande.