Restringido
Qué decir de alguien con el que no bebí
Sólo conocí a Alvite por lo que escribía, y eso es mucho o es poco, según se mire: los que nos ganamos la vida juntando palabras tenemos la curiosa tendencia a ocultarnos tras el estilo como los políticos se esconden en el humo de sus promesas. Me pidió un epílogo para «Lilas en un prado negro» (Ézaro), lo escribí, dije en la presentación del libro que para mí era un honor casi erótico rozar mis líneas con las suyas, esencialmente porque a mí me gustan mucho los escritores que escriben contra sí mismos, y él había llegado tan a fondo en el desprestigio de su personaje (y si no llegó a más fue por desidia) y en la maceración de sus más tristes y crueles momentos (reales o ficticios) que a veces, después de leer una de sus columnas, me entraban ganas de coger el tren y largarme a Santiago a beber con él unos cuantos gin-tonics, en silencio, naturalmente.
Es muy difícil escribir de alguien con el que no se ha bebido. La única vez que nos vimos, después de la presentación de su libro en la Asociación de la Prensa, caímos en una terraza de la calle Velázquez, él pidió una infusión y yo un vino blanco y tuve la impresión de que quería irse nada más sentarse, como si le urgiera olvidarse cuanto antes de los aplausos y las lisonjas del personal, de los abrazos de terciopelo de las fans, de la pequeña gloria de aquella tarde. Él prefería las derrotas. Me hubiera gustado decirle que, sin conocerlo, le consideraba un miembro muy querido de la familia bohemia, canalla y talentosa que uno elige para andar un poco menos cojo por la vida. No se lo dije por miedo a parecerle sentimental y, por tanto, indigno de compartir con él un rincón oscuro en la barra del Savoy. Se fue enseguida, efectivamente, y yo me quedé con las ganas de reventar la noche de Madrid cogido de su brazo, aun a costa de dejar mi maltrecho hígado en el intento.
Así no se pueden escribir unas buenas líneas de nadie. Así que imagino que Alvite fue muchas cosas y sus contrarios: niebla y luz, descalabro y verticalidad, ruina y arquitectura, pesimismo radical y alegrías muy disfrazadas de inapetencias, escepticismo esplendoroso y, a veces, una chispa de esperanza disimulada entre las manchas de una gabardina muy usada o en la sábana manchada de semen después de una noche desatada con la chica de la maleta en la puerta. La melancolía envuelta en una sonrisa cínica de un mundo propio y poco accesible en el que sólo se hacía sombra él mismo. En fin, un tipo que escribía brillantes y sorprendentes frases como latigazos, frías como un cuchillo de hielo mojado en un dry martini, en servilletas de papel, en posavasos, sentado al fondo de la barra de un bar solitario, haciendo méritos para un cuadro de Edward Hopper y maldiciendo siempre la fugacidad de la noche, vengándose de las vidas que no había vivido e incluso de las que sí había vivido.
Qué vas a esperar de un tipo que una noche escribió que de la muerte sólo le preocupaba si podría aguantar mucho tiempo en la misma postura.
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