Cristina López Schlichting
Razak ya es europeo
He bajado a Melilla para mirar en los ojos de Razak, que el martes saltó la valla. El centro de atención a inmigrantes está saturado y este niño parece contento entre cientos de rostros negros y cuerpos gigantescos, fuertes, atléticos. Cuerpos que han sido capaces de trepar por una valla de seis metros en la oscuridad, empujar a los guardias civiles, zafarse y correr. Él sonríe porque lo ha logrado. Tiene detrás tres años de viaje a pie desde Burkina Fasso. El final fue la noche larga en el monte Gurugú. Tenía miedo y era difícil, pero se lanzó a muerte contra la verja. Y lo repetiría. Cayó desde lo alto y muestra una brecha en la cabeza, tan amplia como su sonrisa. Un guardia civil lo auxilió. El chico hace bien en estar contento porque ya es europeo. Nadie vuelve a África o casi nadie que llegue a Melilla. Por larga que sea la estancia en el CETI, el final es siempre un avión hacia la Península, 60 días de estancia en un centro de Madrid o Barcelona y la libertad, con 20 euros en el bolsillo y orden de presentarse a requerimiento judicial. No hay tratados de extradición con los países de origen –si se conocen– así que nunca habrá deportación. Razak vagará por Europa en busca de un trabajo y un permiso de residencia. Y tan extraña como la historia de este muchacho –más pequeño que el pequeño de mis hijos– es la de Guillermo, el guardia civil que lo ayudó. De madrugada, cuando se produjo la alarma, formó parte de una unidad que hizo frente a la turba, sin material anti-disturbios, con temor a perder el uniforme si la intervención era excesiva, sin apoyo social. Hay inmigrantes con piedras, barras de hierro, navajas. Los hay que muerden, literalmente, por la desesperación de entrar en España. El problema en realidad está muy lejos de Razak y de Guillermo. Se llama Mali, Nigeria, Sudán, se llama islamismo fanático matando gente, desplazando poblaciones. Muy pocos países –Francia es un ejemplo– encaran decididamente el problema y mandan a sus ejércitos. Entretanto, aquí se pide un imposible: que no entren los inmigrantes, pero que se impida sin tocarlos, sin armas, sin recursos, con amabilidad. La verja de Melilla es la de la hipocresía. O abrimos la puerta a los 80.000 vagabundos que están esperando en Marruecos y Mauritania o cerramos la frontera y los devolvemos en caliente por donde han venido. Pero pedir imposibles, no. Razak necesita esperanza y Guillermo, ayuda.
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