Gaspar Rosety
Real Betis balompié
Es uno de esos clubes en el mundo a los que se ama sin necesidad de saber muy bien por qué. Hay un sentimiento enorme, cálido, sincero, que denominan beticismo, que inunda las calles y las almas, una sensación de pertenencia orgullosa a una religión monoteísta, basada en unos colores que encuentran su santuario al final de La Palmera. El Betis, Real y Balompié, a diferencia de quienes prefirieron el anglicismo fútbol, provoca una fe ciega, inagotable, que revuelve los corazones y produce en las conciencias un movimiento de solidaridad y cariño totalmente insustituible.
Preocupa que este club, histórico donde los haya, atraviese las aguas borrascosas de una tormenta que empieza a durar demasiado. Me consta que esta preocupación protagoniza la vida de la ciudad, la ciudad del Betis que es Sevilla, hermosa, elegante, artística y secular. No es para menos.
El Betis pertenece a la Humanidad. Es patrimonio de todos. Cuenta con más de cuarenta mil abonados, pero alcanzan millones si contamos a aquellos que sienten ese beticismo a flor de piel por todo los rincones del mundo. El balompié español necesita un Betis fuerte, sólido y unido, capaz de aparcar las tensiones internas entre las distintas corrientes de opinión y que reunifiquen el sentimiento, el beticismo religioso que lo ha hecho tan grande como inigualable. Estas líneas, que emanan desde un alma sevillanizada, representan sólo una voz llena de afecto y admiración por una de las instituciones más veneradas de nuestro deporte, un grito de ánimo para que los béticos no vuelvan a sufrir nunca más. El amor en verde y blanco ni se compra ni se vende.
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