Restringido

Réquiem

La Razón
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Cada vez que un petardazo sacude el espinazo de Europa zumban las alarmas en EEUU. El amigo europeo deambula como Paul Gascoigne en los tabloides, incrédulo cuando le explican que es lunes y lleva dos días de juerga. Ebrio de matarratas ideológico el continente vive encerrado en la penumbra. A los europeos nos enervan las medidas de seguridad de los aeropuertos de EEUU y los afanes de la CIA por controlar las comunicaciones en internet. Hay quien se proclama ofendido por el fotomatón y las huellas dactilares, el striptease frente a los detectores de metales y el jubileo de papeles que exigen al turista las autoridades estadounidenses. Nos parece mal que el FBI requiera a Apple las llaves de la encriptación del teléfono de un asesino. Nunca falta el abogado palabrón, autoproclamado experto en comunicaciones, que alerta contra el Gran Hermano. Cuando estalla una bomba tratamos de inútiles a nuestros políticos y renegamos del trabajo policial. Entre medias, los días sin muertos, discurseamos sobre la inutilidad de la prevención. No admitimos que la Policía trata de evitar que un concierto, un vuelo trasatlántico o la visita a un museo degeneren en una carnicería. Atribuimos intenciones malignas a la intendencia estatal y una sofisticación rayana con el pensamiento mágico al tarado que explota un cinturón de explosivos en la estación de metro. Tampoco falta el imbécil dispuesto a explicar que la barbarie recibida nace como retribución a las atrocidades coloniales del XIX. O que de poco sirve patrullar las calles cuando media humanidad subsiste panza arriba en las villas miseria.

A estos problemas conviene añadir los impedimentos propios de la burocracia, con el continente preso del chovinismo y engolosinado con las antorchas de los demiurgos antiglobalización. Si algo prueba el periplo homicida de Ibrahim El-Bakraoui es que hemos perdido la manija colaborativa y necesitamos unos servicios secretos comunes. Soportamos una exasperada mutiplicidad de agencias de información, departamentos contraterroristas y cuerpos policiales mientras Schengen facilita las peripecias yihadistas. Para colmo el electorado aplaude a los campeones de la aldea y castiga a quienes, como Angela Merkel, apuestan por las instituciones transnacionales como vacuna frente al infecto cantonalismo. Tampoco ayuda el alud de refugiados mientras crece el miedo a que el ISIS aproveche nuestras debilidades para consolidar su infiltración tumoral. Normal que desde EEUU haya quien pregunte si Europa no estará ya irremediablemente grogui. «Ha llegado el momento de arreglar Europa, o de perderla», escribe David Ignatius en el Washington Post. Hay que potenciar la integración y, al tiempo, exigir un compromiso duro con la democracia a unas comunidades islámicas que deben romper la aciaga simbiosis entre religión y política. Hay que multiplicar la colaboración entre países, privilegiar la relación con EEUU, apostar por una gobernanza común y redoblar las inversiones en seguridad. O espabilamos o las generaciones futuras sólo recibirán de Europa el eco gravitacional del réquiem por un infante difunto.