María José Navarro

S.W.A.T.

Se ha muerto Steve Forrest, el Teniente Harrelson, y Vds. están ahí en sus casas tan campantes. Que sepan que yo emulé. Emulé y bien emulado y con sólo nueve años. Después de ver tantas y tantas noches a aquel equipo de guaperas que se encaramaba a las azoteas más peligrosas para abatir o poner cerco a los delitos de medio globito terráqueo, servidora decidió que había llegado su momento. Una tarde que me había enfadado con las amigas, me subí al altillo de mi bloque de seis pisos y di con un ventanuco que terminaba en el tejado. «Te Jota», me dije. Y acabé saludando al vecindario desde lo alto. Hasta que la vecina que llegó era mi madre. Mi madre me miró desde abajo y me hizo señales con la manita. Algo así como: «No te preocupes, cariño. Vuelve a casa que tengo que hablar contigo un ratito, que me ha parecido súper simpático esto que has hecho, sí, hombre, lo de subirte a la azotea de casa, que me has dado un alegrón, bonita mía». Cuando descendí por el ascensor de cuatro plazas, trescientos kilos, mi madre se quitó la zapatilla. Se quitó la zapatilla y me puso el trasero como el mapa del Brasil, aunque a mí me hubiera gustado que me tatuara a base de azotes los tejados a los que había subido mi héroe, Te Jota. Se ha muerto el Teniente Harrelson y antes se había muerto Robert Urich, Jim Street, al que tuve la suerte de ver haciendo «Chicago» en Nueva York, pero al que aplaudí a rabiar por todas aquellas noches en las que creíamos ser invencibles. Gracias por aquella juventú, Teniente.