Cristina López Schlichting
Salir
Erasmus es una de las mejores cosas que se han inventado. Más eficaz que mil cursos sobre el Parlamento Europeo o un manual de derecho comparado. Porque vivir en otro país de Europa te hace europeo. Consigue despejar ese sopor que nos inspiran las instituciones de la Unión y comprender la grandeza de nuestro proyecto común. Desde aquí parece que un polaco nada tiene que ver con un portugués, o un inglés con un italiano, pero cuando bebes cerveza, escuchas música o hablas con todos ellos, reconoces la unidad más allá de la diversidad. De mi estancia universitaria fuera recuerdo con risa las diferencias, pero con emoción las semejanzas: el impulso increíble para intentar mejorar las cosas, la búsqueda racional de la verdad, la importancia de la persona y la Ley, la igualdad como principio. Eso es Europa. Todo eso que muchas veces se agota en las fronteras mismas de la UE, allí donde los Derechos Humanos no es que se conculquen, es que no existen; donde la verdad es oficial y obligatoria; donde importa más el colectivo que el individuo o donde reina la resignación como norma ante los desastres. Tal vez por ser mujer tengo en muy alta estima mi ser europeo y lo he profundizado en mis viajes a Yemen, Irán, Argelia, India... Que no nos duela el dinero invertido en estos intercambios de jóvenes. Es verdad que a veces pierden el tiempo, que el baremo académico se rebaja para facilitarles las cosas, que ponen tanto empeño en estudiar como en salir y conocer gente. Pero se trata de eso, justo de eso. De asomarse para comprobar que el mundo no acaba en el pueblo de al lado y que muchas de las cosas que creemos propias resultan ser típicas de... los europeos.
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