Enrique López
Se acabó el pastel
El Tribunal Constitucional ha hablado, y lo ha hecho alto y claro respecto a la ensoñación y desafío del independentismo catalán. Lo ha hecho a través de resoluciones tan esperadas como previsibles, y cuyo tenor jurídico no es más que la afirmación de lo que dice y reza nuestra Constitución de una manera tan determinante como indudable. Pero la cuestión radica en saber a qué se van a dedicar los políticos independentistas cuando sean mayores y superen un mínimo de responsabilidad personal, más allá de las contraídas legalmente en este proceso; qué van a hacer cuando alcancen la madurez suficiente como para analizar las consecuencias de sus acciones, qué van a hacer cuando sean conscientes de cómo han jugado con los sentimientos de una sociedad, llevándola a un camino si salida, sin alternativas, y sobre todo sin futuro. Qué va a ocurrir cuando se cuantifiquen los recursos empleados en una pretensión ilegal y fuera de orden constitucional contra España y contra Cataluña. Hoy asistimos a un mundo cada vez más complicado y con más incógnitas, a un mundo que camina hacia una nueva polarización mundial, y quizá hacia un mundo de bloques internacionales, donde las federaciones de países van a jugar cada vez un papel más importante, y en el que proyectos como el de Cataluña, Escocia o Quebec quedarán reducidos al imaginario regional popular, totalmente alejado de los reales problemas de sus ciudadanos. Es curioso cómo cada vez más la literatura y el cine describen distopías que nadie espera y acabarán siendo realidad, y a la vez dibujan utopías que todos deseamos, y que nunca se van a producir. Dentro de treinta o cuarenta años el mundo habrá cambiando tanto, que ensoñaciones como las que han dibujado los partidos independentistas catalanes, serán mero recuerdo. Ahora se abre un periodo político de necesarios acuerdos, que van a determinar la búsqueda, de un nuevo proyecto común, que habrá que dibujar, y se tendrán que poner de acuerdo a partidos políticos, que hoy por hoy patrocinan conceptos tan diferentes, como avanzar hacia una federalización de España, sin definir muy bien sus bases, o limitar las competencias de las comunidades autónomas. Ante ello y mientras tanto, debemos seguir creyendo en el manual de instrucciones que nos dimos hace cuarenta años, y que sigue rigiendo nuestra vida en común, la Constitución. Se me antoja muy difícil, si no imposible, una reforma constitucional que rompa el principio de la indisolubilidad de la Nación Española, o la residencia de la soberanía popular en el pueblo español, único sujeto jurídico político que puede refrendar cualquier tipo de reforma. Es muy difícil creer que se va a convencer al pueblo español para que se pronuncie a favor de su aniquilación, y que fraccione la titularidad de la soberanía popular. Por ello, conviene no proponer sendas equivocadas, sólo para salir del paso y pretender con ello ocupar el espacio central y mayoritario de la política española. Para ser un verdadero líder en nuestro país, hay que creer en España. Respetar la diversidad no puede suponer afirmar la desigualdad entre los españoles, ni pretender de España un mosaico de taifas.
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