Alfonso Ussía

Semana Grande

La Razón
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El Ayuntamiento de San Sebastián, con su alcalde del PNV al frente, ha apostado por recuperar la Semana Grande donostiarra, que en los años de «Bildu» se convirtió en una semanita normal. El 14 de agosto, en el balcón de Gaztelubide, se anunciará el principio de la Fiesta con las voces del Orfeón cantando el «Festara». Previamente, en Santa María, se habrá cantado la maravillosa «Salve» de Réfice, también por el Orfeón Donostiarra, y el «Agur Jesusen Ama», en el que participan todos los asistentes. Se canta muy bien en el norte de España, pero como en San Sebastián, en ningún lugar. Los de «Bildu» despreciaron «La Salve» por haber sido una idea de la Reina María Cristina, la Regente, la Prudente y también Doña Virtudes. Le encomendó su composición a Réfice, y sólo se puede entonar el 14 y 15 de agosto por el Orfeón Donostiarra en la nave varada de Santa María del Coro, final de la calle Mayor de la Parte Vieja, junto al muelle de los pescadores, en la falda de Urgull. Hubo una excepción. Se entonó en el monasterio de San Lorenzo del Escorial en una ocasión, y por supuesto, con las voces prodigiosas del Orfeón vasco.

Semana Grande, ahora con Illumbe preparada para cuatro corridas de toros. Antaño, en El Chofre, de arena gris oscura, en el nacimiento de Ategorrieta, con la mar a la vera y las gaviotas y fragatas sobrevolando la corrida. Antonio Ordóñez, Antonio Bienvenida, «El Viti», Paco Camino, Diego Puerta, Curro Romero, Manolo González, Victoriano Valencia... Y un público entendido y sensible, emotivo y sabio, el donostiarra, mezclado con lo mejor del mundillo taurino de Madrid, Sevilla, Jerez y Bilbao. En Bilbao se entiende y se sabe de toros con hondura.

La Semana Grande lo era en todos sus rincones y en cualquiera de sus esquinas. Y volverá a serlo. La explosión de la Nueva Cocina no se había producido, y sólo Juan Mari Arzak se atrevía a ensayar suculentas novedades gastronómicas. Ni un alfiler cabía en Arzak, o «La Nicolasa», o «Juanito Kojúa», o en «Salduba», «Ramonene», «Recondo», «Chomin» y «Derteano», donde se reunía el grupo más taurino, entre viejas fotografías de regatas de traineras, pelotaris y pescadores. Los fuegos artificiales de La Concha, lanzados desde Urgull, junto al Acuario del Paseo Nuevo. Conciertos, estrenos teatrales en el Victoria Eugenia, y allí todavía, en Gros, el viejo Kursaal, que sería derribado en beneficio de un meritorio y nada conseguido edificio de Rafael Moneo. Muchedumbres playeras a las doce de la noche, mirando hacia la bahía iluminada. Ya en la amanecida, si el sol se presentaba, desde primera hora las lanchas azules abarrotadas de isleros, aquellos que pasaban el día en la isla de Santa Clara. Las familias en Igueldo, con los dos funiculares a pleno rendimiento. Y en el Real Club de Tenis, el más antiguo Campeonato Internacional de España. Ahí, de muy joven, conocí a Manolo Santana, a Couder, Arilla, Gisbert, Emerson, Gimeno, y un joven griego, Kalageropoulos, del que estaban enamoradas todas las mujeres y siempre era eliminado en la primera ronda. Y las Galas, mantenidas con el tesón y la inteligencia de aquel gran presidente del Tenis, Javier de Satrústegui y Petit de Meurville, presidente también del Real Club Náutico. Silvye Vartan, Johnny Halliday, Lola Flores, Mireille Mathieu, Dalila, Adamo y un conjunto cosaco, el «Kazatchok», por cuya culpa fui invitado a abandonar los locales del Tenis. Me crucé una apuesta con mi amigo Juan Carlos Villalta, un cordobés genial doblemente enamorado de San Sebastián, de la ciudad y de la más guapa de las donostiarras. El reto era aparecer en el escenario bailando una danza rusa, y así lo hice, ante el enfado de los rusos y los aplausos del público. Satrústegui me levantó el castigo al día siguiente.

Era la Semana Grande en la que yo veía el cuerpo vasco y marinero de mi padre preparado para embarcar en su gran balandro, el «Norte V», y a mi madre recibiendo flores el día de su santo, el de la Virgen, que por Cantabria se le dice el de «Nuestra Señora». Los recuerdos y las memorias de una familia más que numerosa anclada en su amor por San Sebastián.

En la confluencia de las avenidas de Zumalacárregui y Satrústegui, el guardia urbano «Ferodo» organizaba los mayores choques en cadena de la historia de la automoción. Y en el «Pepe», «Resaca», «La Espiga» y el «Bar Basque» se vivía la maravilla de los pinchos y el aperitivo.

No estoy refiriéndome a una vida elitista. San Sebastián celebraba su Semana Grande sin reservas, se agujereaban los bolsillos y se disfrutaba intensamente. Y entre medias, claro, el amor, y mi cuerpo elástico con el traje de baño color mandarina, volando en pos del agua en la piscina del Tenis. Alguna se enamoró.