Andrés Aberasturi

Sexagenarios

Mi amigo J.M., al que tanto quiero, acaba de ingresar por la puerta siempre hermosa de una fiesta sorpresa y familiar en el extraño club de los sexagenarios. Cuando uno era niño, a partir de la treinta ya empezabas a ser sexagenario, caballero mutilado de sonrisas, anciano serio y prematuro con insignia de luto en la solapa.

Pero eso era antes. Hoy un ministro japonés nos pide un poco de celeridad para morirnos, pero ni caso: ahí está nuestro amigo C. –que es el mayor de todos– y que pese a declararse podrido por los adentros, golpea las mesas con los nudillo de la mano derecha mientras combate herejías con la izquierda y, si se pusiera, afirma que incluso montaría a caballo a puro pelo. F., también de la pandilla, cumplirá algún día los 60 pero nunca será sexagenario porque, cuando le lleguen, no le van a encontrar; estará en otro sitio haciendo fabes y sobre G., la única chica que se acerca a esa puerta, escribiré otro día por razones personales.

Sólo quiero decir a J.M que el único problema serio

–una vez inventada la viagra– es lograr ponerse los calcetines sin tomar asiento y que el famoso PSA no se dispare demasiado; el resto, amigo, es leyenda, herencia cultural, mentira a manos llenas, negocio de parafarmacia (ya sabes, articulaciones, falta de memoria...) y la palabra abuelo cuando te toque. Tan sólo una advertencia: si te haces voluntario de Cáritas, corres sólo el peligro de que manden visitar a ancianos y te den en la lista tu propio nombre y dirección; ningún problema: te haces una visita, te invitas a un café y charlas contigo mismo de lo mal que se han dado la setas este año. El resto es O. y S. y A. No hay medicina como ellos.