Luis Alejandre
¡Si Hipócrates jugara al fútbol!
La gran mayoría de nuestros jóvenes, y de los no tan jóvenes, repetirían hoy de carrerilla las alineaciones y plantillas de los equipos de fútbol nacional y, me atrevería a decir, del Calcio italiano, de la Premier inglesa o de la Bundesliga, especialmente de equipos en los que juegan compatriotas nuestros. Todos los cambios producidos en el llamado mercado de verano están presentes en la mentes de millones de españoles, incluidas valoraciones, costes reales, pulsos mantenidos con las directivas «del club de sus amores» a fin de mejorar condiciones económicas, recurriendo incluso a un –mas o menos encubierto– chantaje. Es lo que hay.
Pero si citase una alineación formada por Marta Arsuaga, Fernando de la Calle, Miguel Ángel García, Conchi Martínez, María Esther Bellón, Rocío Naranjo, Yolanda López Díaz, Carmen Solera y Marisol Villarín, muy pocas personas sabrían en qué equipo juegan o han jugado. Lo hicieron en un equipo llamado «Ebola», con sede social en el Hospital La Paz-Carlos III, de la Seguridad Social, nuestra magnífica y envidiada Sanidad Pública. «No me tocaba trabajar, dirá como si no fuese la primera vez, el dr. Fernando de la Calle; estaba con mi familia en San Sebastián. Me incorporé urgentemente». Un misionero español estaba llegando a la Base Aérea de Torrejón y necesitaba la esperanza de un tratamiento. De la Calle no le exigió a su empresa aumento de ficha ni primas de riesgo, como han hecho estos días algunos artistas de la patada al balón. Se incorporó, reunió a su equipo y se puso a trabajar sin contar horas ni días. ¡Puro espíritu hipocrático!
Y si dijese que la Bayer ha rememorado con orgullo la figura de Félix Hoffman, muchos pensarán que el equipo de Mú-nich, puntero en la Bundesliga, ha fichado a un nuevo entrenador. Y podría citar a Scott Levin, de Filadelfia, a Pedro Cavadas, de Valencia o a Rafael Matesanz, de Madrid. Nuestros jóvenes buscarán inmediatamente en las redes que dominan, si el primero juega la NBA, si el segundo ficha por el Levante o el propio Valencia o si el tercero se traspasa al Getafe, porque no les suena ni en el Madrid ni en el Atlético.
Y se sorprenderán cuando sepan que Scott, con un magnífico equipo del Hospital Infantil de Filadelfia, acaba de trasplantar dos manos a un niño de ocho años «que podrá jugar al fútbol de portero y tocar la guitarra». Y el cirujano valenciano trasplantó, con un gran equipo también, una cara completa a un electricista que sufrió quemaduras graves en accidente de trabajo. Y Rafael Matesanz dirige una organización puntera española, que tiene el honor de ostentar un récord mundial en materia de trasplantes.
Seguramente los jóvenes borrarán sus biografías del Google, porque sólo son médicos, no ganan demasiado, no meten goles y no son famosillos: ni ligan con modelos, ni piden tres millones de mas al año por «amor a su club». ¡Cuántos más podría citar cuyos nombres no caben en esta tribuna! Gentes que se han formado durante décadas, que tienen que estar al día respecto a la evolución de la medicación, de los materiales, de las normas y protocolos de trabajo. Gentes que se pagan desplazamientos a congresos para mejorar técnicas; que intercambian experiencias; que reconocen errores y corrigen. Gentes como los del Carlos III, que asumieron voluntariamente riesgos en forma de contagio y que lucharon sin descanso para intentar salvar la vida de un sacerdote misionero, el que a su vez la había ofrecido anteriormente a otros seres humanos.
Hoffman buscó remedios para paliar el dolor de su padre, que sufría terribles accesos reumáticos. Los vivía día a día hasta que descubrió partiendo de la corteza de sauce y de su síntesis en laboratorio (ácido salicílico) y de la ulmaria (spirae ulmaria), lo que luego conocimos como Aspirina.
Matesanz reconocerá que «ha recibido ofertas muy apetitosas» de otras ligas –como algún jugador del Madrid–, y sin embargo sigue aquí tras 25 años de trabajo con una estadística de 36 trasplantes por millón de habitantes, récord histórico mundial, y 4.360 pacientes trasplantados.
«Y me serviré –señala el juramento de Hipócrates, que asumen todos los médicos vocacionales– según mi capacidad y mi criterio del régimen que tienda al beneficio de los enfermos, pero me abstendré de cuanto lleve consigo perjuicio o afán de dañar» .Y «cada vez que entre en una casa no lo haré sino por el bien del enfermo, absteniéndome de mala acción o corrupción voluntaria».
Por supuesto me preocupa el desinterés de nuestra gente por el conocimiento de estos temas, que sustituyen por el ejercicio –a veces visceral y fanatizado– de lealtad a lo que llaman unos colores o un club. Pero más me preocupa que progenitores y maestros no lo inculquen a los jóvenes desde su primera edad. ¡Qué pena que Hipócrates no juegue al fútbol!
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