Lucas Haurie
Siesta multicultural
Los comensales eran nacionales de tres países, casi cuatro, con edades comprendidas entre los 18 y los 85 años, sin demasiado lazo cultural excepto la común procedencia latina (más o menos). Fuagrás hasta la náusea, caracoles a la borgoñona, que significa que los han servido nadando en mantequilla y perejil, y chuletón de vaca rubia de Aquitania en el menú, con una montaña de «frites maison». Don Winslow hace en su última novela, «Corrupción policial», un tratado sociológico de lo que significa, entre los mafiosos con o sin uniforme del Norte de Manhattan, comer carne: dice que tiene que ver con la reafirmación de la masculinidad, así que la teoría no sirve en el departamento de los Pirineos Atlánticos, donde las señoras trinchan los filetes con saña y mastican a dos carrillos como genuinos trogloditas. Riegan la cosa con vino del país, macho y barato. De aquí cerquita es Jean Prat, gloria del rugby francés y artífice de la primera victoria contra los All Blacks, que simplificaba la receta vencedora al término de una batalla que las crónicas de la época calificaban de áspera y salvaje: «Ya saben con qué leña encendemos el fuego en el Béarn». No son gentes sutiles, no, y coronan el postre con un lingotazo de Armagnac o de Izarra capaz de sacar a un muerto de la fosa... para ir a vomitar. Pues en este ambiente de inmersión rural anda uno escribiendo a media tarde, con el sambenito de ser el único que no duerme el atracón, la mona o ambas cosas, en demostración irrefutable de que la siesta no es patrimonio cultural de los españoles sino una necesidad fisiológica casi universal cuando se somete al cuerpo a ciertas sevicias.
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