Crítica de cine

Sillón de peluquero (y II)

Sillón de peluquero (y II)
Sillón de peluquero (y II)larazon

Lo primero que aprendí en el periodismo fue que ni siquiera un hombre callado es objetivo. Aprendí también que la de comunicarse es una actitud natural en el ser humano y que en el ejercicio del periodismo no hay una sola norma que no destruya una parte de ese entusiasmo por contar las cosas. Como mi abuelo, mi tío y mi padre fueron también gente del oficio, no tardé en darme cuenta de que me había metido hasta el cuello en un trabajo en el que correría el grave riesgo de que fuese otro hombre quien arropase por la noche a mis hijos. No me avergüenza reconocer que no me importó que algo semejante pudiera ocurrirme. Encontraba cierta grandeza estoica en el riesgo de malograrme y no me importó hacer cuantos esfuerzos fuesen necesarios para mantenerme de pie en un oficio en el que me consideraba afortunado por tener la posibilidad de no morir en cama. Y lo ejercí a cambio de muy poca cosa, incluido un sueldo tan miserable que hasta podría decir que me costaba dinero ganarlo. Pero hice lo que me pidió el cuerpo y no me pesa haber caído durante cuarenta años en la tentación de envejecer en el ejercicio de una profesión en la que aprendí a entender las calamidades de la vida como un asunto que me concernía de una manera muy especial, como cuando en el desplome de un edificio aguardaba impaciente el trabajo de los bomberos por si debajo de aquel jodido escombro pudiese aparecer mi propio cadáver. Es cierto que aun ahora mis hijos no saben muy bien quién soy, ni aparezco apenas en sus fotos, pero alguien les dirá cualquier día que su padre fue un periodista de los de antes, de cuando la realidad no mejoraba al desmentirla y en las redacciones de los periódicos había unos tipos a los que la vocación les duraba siempre más de lo que por desgracia les duraba el calzado.