Julián Redondo

Sin tics no hay paraíso

Qué extraño, Rafa entra en el vestuario. Stanislas Wawrinka reclama al juez de silla, exige una explicación, «¿qué sucede con Nadal?». Las porras se atragantan; el café amarga; el zumo está asqueroso. Casi siete minutos después retorna a la pista. Su cara es un poema; su cuerpo, una efigie. Qué raro, Rafa no corre, no se agacha, saca como las chicas. Se tapa la cara con la toalla, ¿está llorando? Vuelve a colocarse para servir, sin rituales, sin tics, nada de hombro-nariz-hombro-nariz-oreja-nariz-oreja. Falla el primer saque, ¡a 125 kilómetros! Ejecuta el segundo sin botar la pelota. ¿Se va a retirar?

En 2008, en el Masters de París-Berçy, Federer disculpó su presencia en el partido contra Blake con un comunicado en el que daba cuenta de unas molestias que le aconsejaban la retirada. Se fue a Basilea sin un mal gesto ni una buena obra. Horas después, Nadal empezó a jugar contra Davydenko con pinchazos en la rodilla. No era él. Con 1-4 en contra, reclamó los servicios del «fisio». Le dolía un poco más con cada movimiento. Era ostensible. El público francés, habituado a ponerle velas negras en Roland Garros, le silbó, le gritó y le abucheó; pero terminó el fatídico primer set (1-6) y, después de haber dado la cara, y la salud, se retiró. Nadal no es de los que se rinde. Está tan acostumbrado a sufrir que si cuando salta a la pista no le duele nada es que está muerto, como cuando cumplidos los cuarenta el despertar es tan plácido como el de un bebé.

Nadal escucha gritos de apoyo en la Rod Laver. Continúa. Descoloca a Wawrinka, que primero se apiadó de él, acaso, y luego, al ceder el tercer set, se descompuso. Pero ganó el cuarto y la final. Rafa acabó como pudo y volvió a llenarnos de orgullo.