Alfonso Ussía

«Sir Cotilla»

Circula por ahí un rumor de calle que se escapa a mi entendimiento. Se dice que el Rey, en cierta ocasión, le aseguró a un Embajador del Reino Unido que España no tenía intención de reclamar Gibraltar. Una estupidez. No del Rey, sino de los que creen que el Rey le puede hacer semejante comentario a un embajador inglés.

Lo tenía callado por respeto a la discreción y a las relaciones internacionales, pero en vista de que el embajador «Sir Cotilla» se ha saltado todas las normas del respeto y la prudencia, me veo obligado a hacer público un suceso que se produjo, más o menos, en sus tiempos de embajador de Su Majestad la Reina Isabel II en Madrid.

Me hallaba en mi despacho, rodeado de mis libros y dibujos, oyendo melancólicas melodías rusas interpretadas por el Coro del Ejército Ruso, aquel que fundara en el largo período soviético el general Boris Alexandrov. Sonó el teléfono y reconocí la voz de la Reina de Inglaterra, que me dijo textualmente y con parecida imprudencia que el Rey a su embajador: «Alfonso, he pasado toda la noche pensando en ti. ¿Te vienes a Londres a pasar unos días?». Disfrutaba en aquel momento de la canción «A lo largo de la Peterskaya», y me indignó la interrupción telefónica. Y lo reconozco. No actué con tacto ni señorío, porque le respondí a la Reina de Inglaterra que no, que naranjas de la China, que tururú, y colgué.

He guardado celosamente el secreto durante años. A nadie he contado el Real atrevimiento. Ante todo, porque considero que carezco de derechos para agrietar la armonía de una familia.

El Príncipe Felipe de Edimburgo me ha tratado siempre con la mayor consideración. Una tarde, en la que llovía a cántaros sobre Londres y no existía posibilidad de detener un taxi, me reconoció a pesar de la mojadura en «Regent Street», detuvo el coche, me invitó a subir y me dejó en el hotel. Sus palabras de despedida no las olvidaré jamás: «Ya sabes lo importante que eres para la Reina, para mí y los chicos». ¿Cómo podía colaborar en el engaño de persona tan amable y cariñosa, dejándome llevar por un inesperado viento de pasión? Me había prometido a mí mismo silenciar el suceso, pero en vista de que los embajadores de la Reina hacen públicas confidencias rarísimas de nuestro Rey, no me queda otro remedio que contrarrestar su verborrea con el hecho histórico del que fui protagonista.

Además, y para ser sincero, no es mujer de mi gusto. Admiro su inteligencia, su autoridad y su sentido del deber y el cumplimiento de sus obligaciones. Pero no me llama la atención en otros aspectos. Prefiero, y lo escribo sabedor de mi responsabilidad, a su nieta política, con la que jamás he coincidido en Londres y por lo tanto puedo asegurar que nada ha habido ni hay entre nosotros. Desde aquella tarde de melancolías rusas no he vuelto a saber de ella, aunque he seguido muy de cerca sus actividades por la prensa escrita y las redes sociales. Por ejemplo, que estuvo en las carreras de caballos de Ascott.

Presiento que esta revelación me va a causar estragos sociales. Que algunos amigos dejarán de invitarme a «Embassy» a tomar el té, y que seré borrado fulminantemente de las listas de protocolo del palacio de Buckingham, que es un palacio que no está nada mal. Pero si los embajadores de Inglaterra en España ponen en boca del Rey tan inconcebibles majaderías con intenciones que no alcanzo a interpretar, solicito para mí el mismo margen de credibilidad que han concedido los españoles a las palabras de «Sir Cotilla». Y cuando «Sir Cotilla» reconozca que ha mentido y se ha comportado como un diplomático indigno, entonces sí, inmediatamente, desmentiré la llamada pasional de la Reina de Inglaterra a mi despacho.

Así de sencillo.