José Jiménez Lozano

Sobresalto de hace 500 años

Cuando se ven en un noticiario de televisión las grandes filas de coches por las carreteras y verdaderas multitudes en aeropuertos y estaciones de tren se piensa inevitablemente que durante siglos los hombres ni se han movido de su casa y, como en el poema de Lao-Tsé la felicidad humana estaba «donde las gentes aprecian la vida y no viajan muy lejos/... Se puede escuchar el ladrido de los perros,/el canto de los gallos,/en la otra aldea./Y se puede uno pasar la vida entera,/sin ir de la una a la otra»; pero ésta es una sabiduría extraña al Occidente, donde siempre se ha viajado mucho, y en algunos siglos muchísimo, aunque no en masa, sino a solas o en pequeñísimos grupos.

Y esto, pese a los nada cómodos modos de viajar, a lomo o a tracción de cuadrúpedos, que, si sus amos eran letrados, llevaban en sus alforjas o valijas recado de escribir y algunos libros; y se podían dar vueltas en la cabeza a lo que se veía u oía, si se montaba en mula, que era animal paciente y poco asustadizo, y preferido por gentes de bonete y pluma, o yendo en carro, y luego naturalmente en tren, que fue y es todavía el vehículo más indicado para la lectura, la escritura y la conversación. Aunque cada vez son más rápidos los trenes y más taciturnos los viajeros, y no se propician los encuentros y las aventuras.

En aquellos viejos tiempos ocurrían estos azares sobre todo cuando, viajando en mula o en carro leguas y leguas, luego se hacían altos y paradas en las estancias de ventas y mesones. ¡Cuántas cosas no le ocurrirían al señor Miguel de Cervantes, andando por ahí, o la Teresa de Ávila también siempre de un sitio para otro! Y sobre esta monja, que encarna, por sí sola y como Cervantes, una hora de España de las más altas, y cuándo éramos mucho en el mundo, sabemos bastantes cosas sobre sus viajes.

Parece que Teresa no gustaba mucho de las mulas, y, aunque, en alguna ocasión montó en carroza –en la de los duques de Alba, cuando la ordenaron ir a Alba de Tormes–, siempre prefirió alquilar los carros, que utilizaba la gente del común, no sólo por mor de la pobreza, sino porque estaban muy acordes con su estética de lo simple y minúsculo, que justificaba, en relación con los edificios, diciendo que, como todos caerían el día del Juicio Ultimo, poco ruido podían hacer las casitas sencillas y pequeñas.

Esos carros entoldados, en que viajaba, iban también cerrados con lonas por delante y por detrás, y nunca mejor dicho que las monjas allí iban enclaustradas, y ellas llevaban incluso campanita para señalar los rezos; pero aquellas mujeres, monjas nuevas, con su capa blanca, un velo sobre el rostro como las moras, y con alpargatas, llamaban mucho la atención y, por eso, en el viaje a Sevilla, decidieron entrar en Córdoba de madrugada para ir a iglesia, y no ser vistas, pero esta iglesita estaba al otro lado del puente sobre el Guadalquivir, y primero hubo que pedir permiso de paso de carros y, luego, resultó que los carros castellanos no cabían por el ancho del puente, y hubo que cortar los salientes y luego maniobrar con las esquinas, mientras a Teresa se la iban y se la venían todas, porque aquello ocurría ante la Casa de la Inquisición misma, en cuyas manos andaba su autobiografía. Y aunque el Gran Inquisidor, Don Gaspar de Quiroga, fuera paisano suyo –de Madrigal de las Altas Torres– no era para estar tranquila.

Había habido incluso un revuelo entre la gente cordobesa y menos mal que un buen hombre las escondió en una capilla, pero sólo cuando ya se vieron fuera de la ciudad, respiraron, y dice Teresa que este respiro la ahuyentó la fiebre que llevaba: «Aquel sobresalto me debía quitar la calentura del todo». Así que la escuchamos, y nos sonreímos, aliviados también nosotros.