Alfonso Ussía
Sonreír
El gran José Luis Bonet, en su comparecencia en LA RAZÓN, dijo muchas cosas interesantes. Como catedrático, empresario de éxito y presidente de la Cámara de Comercio de España, no pueden esperarse de él mediocridades y lugares comunes. Yo me quedé con su consejo a los que hacemos, escribimos y formamos parte de los periódicos. «Es fundamental que el sosiego y el análisis sereno predomine en los medios de comunicación. Menos tensión y más sonrisas». Eso, la sonrisa, el más culto y educado de los gestos del ser humano. No la carcajada soez de encía mostrada, sino la sonrisa sabia del humor conseguido. Los lectores tienen el derecho a sonreír, no exclusivamente el deber de la crispación. Y muchos de los que escribimos, colaboramos con el enfado general, e incluso, lo aumentamos con perseverancia.
Lo comprobé días antes, durante la presentación de un estupendo libro de recetas de Giuliana Arioli, viuda de Joaquín Calvo-Sotelo. Llenazo en el Teatro Lara, donde Joaquín estrenó más de diez comedias, «La Muralla», su gran éxito, entre ellas. Giuliana y Joaquín son –los que se van, están–, muy queridos amigos, y Giuliana es una de las mejores cocineras que he conocido en mi vida. En su casa de la calle de Álvarez de Baena, la calidad de su cocina competía con la de su inmediato vecino «Zalacaín». A punto de cumplir 90 años, ha escrito un libro «90 Recetas a mis 90» que es una delicia. Sólo puse reparos a 17 recetas de las noventa, por una cuestión de orden moral. Uno de sus ingredientes es el ajo, esa porquería de liliácea, tan engullida en España. Y noté en el público la necesidad de la sonrisa. Memorias del pasado. Aquella mujer apasionante que en Jerez de la Frontera me permitió la seducción, y que al bailar con ella «Tombe la Neige» de Adamo, casi me tumba a mí por el olor a ajo de su aliento. Aquella revelación tan divertida de Antonio Ozores, que no pudo dormir en la noche previa al rodaje de una escena donde tenía que besar a una bellísima actriz que desayunaba con ajo para mejorar la circulación sanguínea. Y consiguió que su hermano Mariano, el director de la película, le endiñara el beso a Alfredo Landa, que se cabreó bastante. Sonreía el auditorio y me aproveché con Churchill. Siempre que se me ocurre algo ingenioso se lo atribuyo a Churchill, porque queda mejor. Presenté el libro junto a Samantha Vallejo-Nágera, esa inteligencia rotunda metida en el cuerpo de tan bellísima mujer, y Rafael Ansón, muy partidario de la «Nueva Cocina», a la cual no estimo como un concepto novedoso sino como una monumental sandez. Rafael es un gastrónomo internacionalmente reconocido y contundente, pero recomienda locales decepcionantes. Dije, y lo mantengo, que sólo en el «Nuevo Club» y en «Horcher» –también en «Zalacaín», «Casa Lucio» y «Jose Luis»– se come en Madrid como en la casa de una genial cocinera como Giuliana. Y recordé la frase de Churchill –de Churchill, el de verdad–, cuando fue preguntado por la calidad de la cocina del «Coq D´Or» londinense: «Si la sopa hubiera estado tan caliente como el vino; el vino hubiera sido tan viejo como el pavo, y el pavo hubiera tenido la pechuga de la camarera, bastante bien».
La «Nueva Cocina» es una farsa, y me permito incluir entre los farsantes a personajes tan geniales como Adriá, que es un portento de proyección universal. La ventaja del libro de Giuliana, es que, exceptuando esas 17 recetas con ajo, el sentido y la sensación de la buena cocina sobrevuela moditas y extravagancias.
Y lo mejor, la sonrisa del público, que harto de engorros y problemas, público tan español y auténtico, sonrió y aplaudió la sentencia contra el ajo, que ha sido el culpable de que España no abrazara como otras naciones de Europa la belleza artística y social del Renacimiento.
Sonríamos y dejemos pasar por nuestras vidas a este domingo tan impertinente.
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