Julián Redondo
Sonrisas y lágrimas
Cristiano, Messi y Ribéry. Por este orden votaron seleccionadores, capitanes y periodistas (corresponsales de la revista «France Football») el Balón de Oro correspondiente al año 2013. ¡Ojo!, al año, no a la temporada. Los 69 goles del portugués pesaron más que los 45 del argentino y los 23, más la Liga de Campeones, la Bundesliga, la Copa de Alemania, la Supercopa de Europa y el Mundialito de clubes, del francés. Cuando Pelé pronunció el nombre del ganador, con esa voz ronca que mantiene con 73 primaveras, «Cristiano Ronaldo», a Ribéry se le quedó cara de Madrid 2020. Los alemanes le hicieron creerse vencedor; sus compatriotas, con Zidane en cabeza de la manifestación, vitorearon la ocurrencia y Wahiba Belhami, su señora, reservó un hueco en lugar destacado del salón para colocar el trofeo. Madame Ribéry no tardará en llenar el espacio con alguna que otra fruslería. Más tiempo le costará a su esposo digerir la derrota. Se vio triunfador y sucesor de Kopa, Platini, Papin y «Zizou» y terminó tercero. Madrid iba a ganar los Juegos en Buenos Aires y Estambul y Tokio le pasaron por la izquierda y por la derecha.
Frustración total que chocaba con las lágrimas de alegría de Cristiano Ronaldo, el gran triunfador. Sólo el llamativo terno rojo de Messi, en su línea con la indumentaria que utiliza en actos excepcionales, distrajo por unos instantes la atención del resto del mundo. Cristiano era el centro del universo y su emoción trascendió de lo divino a lo humano, convirtiéndole en un ser terrenal, el mejor futbolista del planeta, que, por cierto, cabalgaba destacado incluso antes de la famosa prórroga de la repesca, el Suecia-Portugal.
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