José Jiménez Lozano

Supersticiones de los tiempos

Los que Bacon llamaba en el siglo XIV «ídolos del tiempo» y, con otro sentido Ortega y Gasset «pecados históricos» son toda la serie de ideas y sentimientos prevalentes en un tiempo, tanto si son meros prejuicios o supersticiones intelectuales, como si son convicciones y prácticas, que se aceptan con perfecta naturalidad. Por ejemplo, la esclavitud en la España del siglo XVI; y no sólo la de los moriscos cuya posesión como esclavos era supuestamente justa como ganada en «justa lid» o guerra de las Alpujarras tras la rebelión de aquéllos en 1568, sino también de los esclavos negros traídos a España de la isla de Fernando Poo en su mayoría.

De éstos, sabemos que, al menos bastantes de ellos, estaban herrados en su rostro, con un hierro candente –como se marcaba a las reses–, poniendo a veces en la frente el nombre del propietario del esclavo: «Yo soy de...», y otras veces en una mejilla la palabra «es» y en la otra el dibujo de un clavo. Y no parece que hubiera protestas ni condenas públicas, como afortunadamente las hubo en el caso de la esclavitud y maltrato de los indios.

Por debajo de la condición de esclavos estaba la de ser cosa, o ambas quedaban equiparadas, según se denuncia, y no solamente por el P. Las Casas, sino por otras muchas voces, como por ejemplo, la de Fray Tomás de Berlanga, en el informe enviado a la Corte el 8 de noviembre de 1539, en que se lee que «algunos españoles no hacen más cuenta de matar indios y aun algunos miran más por los perros que por ellos y les hacen más honra»; y el Concilio de Valladolid habla y dicta también penas contra el horror que supone el que algunos españoles echan carne de los indios a sus perros. Y quizás no sería mera gratuidad añadir que ese mismo Fray Tomás de Berlanga, que fue por ciento el introductor de los tomates en España, estuvo como obispo por aquellas islas Galápagos por donde viajó Charles Darwin trescientos años después, y sobre cuyos estudios científicos, otro medio siglo más tarde, iba a levantarse un darwinismo teórico que justifica, en el ámbito filosófico y científico, no sólo la inferioridad o superioridad radicales de unos hombres sobre otros, sino el derecho del Estado y de los señores de este mundo a decidir quién nacerá, y cuándo debe morir; y la necesidad científica de considerar la muerte como «factor de progreso», según expresión de Haeckel, y como la salida más natural de la enfermedad, que fue lo que especialmente se subrayó en Núremberg de la maldad de la «Medicine in Beemoth», o «Nazi Medicine».

Pero, como decía, no hubo reacción frente a la esclavitud y herraje de los esclavos negros en España parecida a la que se dio ante la esclavitud de los indios, sólo hubo reacciones aisladas y personales como la del padre de Santa Teresa que, según ésta, no soportaba, de sólo pensar que no era libre, la cercanía de una criadita o esclava negra que tenía en casa una de sus hijas. Y aunque, desde luego, no era raro que se diera la libertad a esos esclavos por escrúpulos de conciencia, no era ésta la actitud generalizada, como no lo fue durante años durante la esclavitud de los africanos en manos europeas o americanas. Es decir, que, como hoy ocurre con el aborto arbitrario o con las explotaciones de niños como ganado de granja, la gran mayoría, y los beneficiarios de esos horrores, resultan insensibles a todo argumento de racionalidad y humanidad.

Y no es que entonces, como hoy, se necesiten hacer muchas filosofías para ver el horror de esas realidades por mucha legalidad que se le eche encima, ayer como hoy. Porque ni nuestra ratio ni nuestra ética nacen ni pueden conformarse según la voluntad de los gobiernos, los parlamentos, o el sentir de los tiempos. Después de lo visto en la historia, no parece que podamos disimular un horror más.