Alfonso Ussía
Talento
Los aficionados al flamenco, sea «jondo» o superficial –lamento no encontrar mi sitio entre ellos–, saben de la facilidad que tienen los guitarristas, los palmeros y los bailaores para intercambiarse piropos y ánimos durante sus actuaciones. El joven catedrático de Derecho Penal en Granada don José María Stampa Braun acompañó a don José Ortega y Gasset a una noche flamenca en las Cuevas de Sacromonte. No parecía muy animado don José, y menos aún su anfitrión, descendiente de suizos y alemanes y natural de Valladolid, datos que dificultan notablemente la senda hacia el entendimiento y gozo del arte flamenco.
Bailaba una mujer bellísima, y por el entusiasmo de sus compañeros, lo hacía muy bien, con mucho arte y sentimiento. Uno de los palmeros, fuera de sí por la emoción, jaleó a la bailaora con un rotundo «¡Viva el talento!». Y el grito del palmero creó una confusión en la interpretación de don José Ortega, el cual se incorporó de su silla y con el sombrero en la mano derecha agradeció el piropo con un «muchas gracias, buenas noches». Para Ortega y Gasset, el talento era él, y sólo él su representante. De vuelta al hotel, Ortega y Gasset le comentó a Stampa: –No sabía que esta gente tan peculiar fuera aficionada a leer mis libros–.
Pero al fin y al cabo, era don José Ortega y Gasset, un intelectual profundo, filósofo y muy estimable escritor, excesivamente obsesionado por iluminar sus textos con profusión de palabras ornamentales. Así se lo dijo el escultor Sebastián Miranda, con Domingo Ortega y Antonio Díaz-Cañabate por testigos: «Me ha encantado tu artículo de hoy, aunque no haya comprendido nada».
El deterioro de una sociedad se verifica cuando la aplicación de los conceptos se convierte en una agresión al sentido común. Intelectual era don José Ortega y Gasset, no la madre de los Bardem, y menos aún, los Bardem. La Cultura, con mayúscula, la disfrutaban y compartían los escritores, los académicos, los poetas, los filósofos y los catedráticos, entre otros, no los representantes subvencionados de la Ceja y aledaños ideológicos. Y el talento lo tenía Ortega y la gente como Ortega, no Ramoncín. No se trata de una crítica personal, y sí de un intento de aclarar las cosas.
No siento animadversión ni antipatía por el viejo «rey del pollo frito». Me parece una persona original y cordial. El Fiscal le acusa de haberse apropiado de una apreciable cantidad de dinero durante su larga permanencia en el Consejo de Dirección de la SGAE. No me corresponde juzgar ni sentenciar, y me causa extrañeza que Ramoncín haya precedido en el banquillo de los acusados a Teddy Bautista, que era el amo y señor del tinglado. Como si en el asunto de los ERE en Andalucía, el primero en ser juzgado fuera el camarero del restaurante que servía los langostinos de la celebración. Pero Ramoncín, de no haber delinquido, lo hizo durante el juicio. «Hay una cosa que se llama talento, y lo aporto yo». Eso está mal, Ramón. Y no se trató de un desliz, porque reincidió en su patinaje: «Soy un talento que la SGAE no podía desaprovechar».
La SGAE, que nació como Sociedad General de Autores de España, y la modernidad convirtió en Sociedad General de Autores y Editores, representa un complejo caso de depravación. De dedicarse exclusivamente a su cometido, que era gestionar y defender los derechos de sus socios, pasó a convertirse en un negocio sobredimensionado que atufaba por los cuatro vientos con Teddy Bautista de ejecutivo permanente. Pero este es otro cantar.
Lo que está claro, y la sociedad lo confunde, es que la Cultura no son «Wyoming», los Bardem y Diego Botto. Los intelectuales no presumen de serlo, y el talento, lo que se dice el talento, es más sencillo encontrarlo en Ortega y Gasset que en Ramoncín. Delincuencia conceptual.
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