Ángela Vallvey
Todo incluido
Cierto. Estamos hartos de hacer el «check-out» en el hotel y salir de allí con pies de plomo, como si de un momento a otro el conserje fuera a lanzarse sobre nuestras maletas para inspeccionarlas. Cansados de dejar la habitación de puntillas, como si acabáramos de llenarla con pólvora negra. Más que hastiados de llegar a recepción y encontrarnos a esa chica tan mona que hace el turno de la mañana, con una escopeta cargada al hombro y la sonrisa de alguien en cuyo rostro no desentonarían un buen par de cuernos y un hocico húmedo, haciendo esa pregunta, la horrible, terrible y temible pregunta: «¿Ha tomado usted 'algo' del Minibar...?». Una interrogación cargada de sospechas y aciagos augurios, llena de connotaciones y de alusiones veladas. Al oírla, cualquier honrado huésped siente cómo esos pelillos que tiene situados entre la grupa y la nuca se le alargan hasta formar una especie de crin corta pero aparente. Al oír esa pregunta, el intachable cliente se siente como si lo estuviesen acusando de haber robado un par de toallas desgastadas. «¡Claro que 'no' he tomado nada del Minibar! Tiene mucho de 'mini' y poco de 'bar', pero a unos precios que subirán ellos solitos la inflación europea», siente ganas de gritar.
Por eso, a casi todos nos pirran las ofertas con «Todo Incluido». Porque no hay nada como el placer de ir al bar y a la pregunta «¿Qué desea el señor?» responder: «Póngame cuarenta mojitos. Y veinticinco pizzas de mejillones con zarzaparrilla, que mi señora tiene que merendar...». No hay nada como desayunar tres veces, comer cuatro veces y cenar cinco veces, sin coste extra. Nada como tomar zumos, café, refrescos y bebidas alcohólicas sin límite. Y nada como largarse sin oír la pregunta «¿Ha consumido usted 'algo' del Minibar?». Venga, hombre...
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