José Jiménez Lozano

Tópicos del verano

Contaban algunos discípulos y amigos de don José Ortega y Gasset que, en los veranos, cuando los hijos de aquél, siendo niños, manifestaban el calor que sentían, él les contestaba: «¡Niños, no se dicen evidencias». Y Ortega tenía razón, pero el asunto está en que la mayor parte de las veces hablamos para decir evidencias y tópicos o clichés, y también los escribimos; de tal manera que hace muy poco tiempo, un lingüista, don Delfín Carbonell, ha compuesto un «Diccionario de clichés» encontrados en nuestra literatura, y es un libro que da que pensar lo suyo, porque, trasteándole, se siente la sólida e incómoda impresión de que muchos libros y escritos y nuestras conversaciones están demasiado llenos de evidencias, tópicos y clichés perfectamente evitables. Pero, por otra parte, es casi imposible hablar sin algún tópico, como el de la oscuridad de la noche o del frío de Navidad, y ni que decir tiene de la calorina de agosto, y cosas parecidas.

Y a veces es que no podríamos dejar de lado, por ejemplo, los relacionados con el calor y los frescores con los que los hombres se han defendido de él; pongamos por caso las sombras cuya frescura es muy distinta y graduable, el agua fría o un sorbete, que se venían preparando, desde los romanos, con la nieve reservada en invierno, en pozos muy profundos, cuyo recuerdo ha dejado un rastro hasta que han dejado su rastro, en el nombre de algunas calles de ciudades o pueblos: «Calle del pozo de la Nieve», que era como un servicio comunal.

Por otro lado, las gentes del Medio Oriente, que siempre vistieron de blanco, tuvieron el genio de la arquitectura de la ciudad y de la casa para defenderse del calor. Las calles eran, y son, estrechísimas, blancor en las paredes de sus casas, de pequeñas ventanas, casi saeteras; y luego estaban los baños y los jardines o huertas: el verdor y la umbría, que es una sombra oscura y húmeda, todo ello un alivio o como la entrada a un paraíso. Y así ocurrirá luego en toda la cuenca mediterránea y en toda España: un huertecillo con una higuera y un moral, y la otra sombra más oscura de un tapial grueso, hecho de barro, y los pozos, las norias, los regatos de un manantial, cosas todas que conformaron un cierto modo nuestro de vivir, contagiado por los islámicos.

Pero la primacía en este asunto de refrigerios de verano fue siempre para un alimento muy simple: el gazpacho, cuya milenaria composición consistía en pan o galleta tostada de trigo, agua fresquísima, aceite y vinagre, como el que, según nos cuenta el «Libro de Ruth», comió ésta en la era de Boaz, en la aldea de Belén, en tiempo de siega y espigueo, hace unos cuatro mil años. Y el plato no ha variado nada hasta que en el XVII se añadieron tomates, pepinos y pimientos, y más modernamente cualquier cosa; aunque éstas ya son ilustraciones barrocas o variaciones de inventivas regionales o de diversas cocinas de un plato simple y esencial del que lo más impresionante es que, como digo, haya atravesado los siglos, se haya convertido en tópico del verano y en ingrediente de todos los alimentos refrigerantes, y ha sido puesto en todas las mesas, aunque se supone que desconocido en zonas australes. Según Covarrubias, era «comida de segadores y de gente grosera, y ellos debieron ponerle el nombre como se les antojó»; esto es, que él no sabía de dónde venía el nombre de «gazpacho», y trató de derivar la palabra del hebreo, aunque poco convincentemente. Y añadió, como para quitarle importancia al invento, que también entre nosotros, en España, algunos platos calientes se llamaban gazpachos, pero ni entonces ni ahora viene al caso una mención así, y lo importante y llamativo es que la palabra y el plato son, hoy como hace miles de años, un tópico del verano, y parece que no, precisamente, de los tópicos que deben evitarse.