Luis Suárez
Un jesuita en la sede de Pedro
No debiera sorprendernos, pero es indudable que se trata de algo enteramente nuevo: por primera vez un miembro de la Compañía ciñe las sandalias del pescador. No conviene olvidar que el cuarto voto, dentro de ella, obliga a una obediencia directa y sin dudas a los Sumos Pontífices. Por eso parece oportuno echar una mirada a su historia. La Compañía nace en España y por la conversión interior de un soldado. De ahí que siempre perviviera en ella esa dimensión; se trata de un ejército cuyas armas son la oración, el amor al prójimo y la confianza en los seres humanos. Uno de los momentos capitales en la vida de San Ignacio fue su paso por Montserrat, donde se hallaba instalada una comunidad benedictina que venía de Valladolid, y conservaba cuidadosamente un libro de «exercitationes» espirituales que consigo trajera fray García Jiménez de Cisneros, de quien no tenemos noticia de que tuviera parentesco el famoso y poderoso cardenal.
El santo de Loyola pensaba entonces ir a Jerusalén. Pero aquí, en la arisca montaña, encontró respuesta a algunos de sus problemas. Abandonó su nombre vasco para tomar el latino, cambió sus ropas y por primera vez, en Manresa, impartió los ejercicios espirituales. El alma y no sólo el cuerpo necesita ejercitarse para poder luego recorrer el arduo camino. Es significativa la resonancia que, entre nosotros, ha adquirido ese texto de ejercicios impartidos por Bergoglio a los obispos españoles en 2006. Recomiendo a mis lectores: si no los han leído, apresúrense. Allí está el programa que nos explica de qué modo la Iglesia está iniciando un nuevo tramo en su expansión. Como ya sucediera con la Compañía cuando tomó en sus manos el patrimonio de Trento. Es lo que nos recomienda Francisco: acoger el patrimonio que las generaciones anteriores han puesto en nuestras manos y, desde él, construir el futuro sobre esos dos cimientos del amor y la esperanza. No se trata de una especie de virtud pasiva como cuando el hombre se sienta a esperar que algo llegue, sino de trabajar, ejercitarse, construir.
El nuevo Papa ha querido escoger para sí también un nombre nuevo, el del Santo de Asís, aquel a quien apellidaban «Franceschetto» por el acento francés que ponía en sus palabras. También él, argentino de alma y corazón, revela la sangre italiana que corre por sus venas. El franciscanismo predicaba también una Iglesia de los pobres. No confundamos; no se trata de prescindir de los bienes materiales, que son en sí mismos bienes, sino de despegarse de ellos convirtiéndolos en medios, que permitan mejorar y hacer más justa la vida. Ésa es la Iglesia de los pobres. Ya en sus primeras palabras, el nuevo Papa ha denunciado el desorden moral en que hemos incurrido. Hacer del dinero un elemento sustancial. Y como consecuencia de ese desorden moral estamos abocados a esa tremenda depresión que ha privado a un enorme número de seres humanos de su empleo, es decir, su medio de vida, que es también un modo. La denuncia del Papa no puede ser más clara: o se da al amor el papel central o no podemos hallar remedio a la desolación. Sin cometer el error en que incidieron muchos de la Teología de la Liberación recurriendo a la metodología marxista. La Iglesia tiene en su patrimonio las reservas espirituales que se necesitan. Y ahora se ofrecen al mundo en actitud de servicio, como el criado que lava humildemente los pies.
No es la primera vez que el nombre de Francisco aparece en eminentes miembros de la Compañía. San Francisco Javier, navarro, y San Francisco de Borja ya los recibieron, poniéndose en ellos de este modo las dimensiones esenciales para una renovación que era tan necesaria como ahora. El primero tomaba del franciscanismo esa tendencia a universalizar la fe hasta los extremos del mundo. Y ahora su sueño se ha cumplido: el cristianismo alcanza los más lejanos horizontes, aunque no ha conseguido todavía que la siembra de amor fructifique sobre la del odio. Y el segundo demostró con su persona el valor que una madre puede tener para enderezar las cosas. Pues por vía doble, Borja era nieto de un obispo y de un Papa. Y él brindó a la Iglesia la gran oportunidad de introducir los ejercicios en el programa esencial de la vida católica.
Es mucho lo que la Iglesia debe a la Compañía. Después del gran avance que significaran primero los benedictinos y luego los mendicantes, venía a proponer entre otras cosas una fórmula hacia la libertad. No basta con instruir científicamente a la persona humana; es preciso educarla, es decir, formarla en la convivencia social. Y para eso estaban los colegios, que significaron el gran avance en la sociedad. La persona, de este modo, se convertía en protagonista fundamental. Y esto es lo que ahora este Papa argentino, que tiene algo de gaucho, nos está recomendando. Volver al amor al prójimo porque ahí está la única puerta de la esperanza.
Se explican así las corrientes adversas que se perciben. No es nuevo. La Compañía de Jesús fue un obstáculo invencible para el Despotismo Ilustrado. Precisamente por la iniciativa de los monarcas peninsulares, la Compañía fue disuelta en el siglo XVIII y restaurada por Pío VII cuando estaba comprobando el erróneo camino de la Revolución...Y, en 1931, una de las primeras decisiones de la II República consistió en expulsar a los jesuitas y confiscar sus bienes. Por cierto que Franco se apresuró a devolvérselos siendo por esto honrado con el calificativo de «fundador». Pero lo que importa destacar es otra cosa. El retorno de los jesuitas fue decisivo para evitar que España cayera en las tremendas garras del nacionalsocialismo.
Ahora el espíritu de la Compañía va a influir decisivamente en este nuevo tramo en la vida de la Iglesia, que significa un impulso hacia delante: consideración de los pobres como protagonistas, amor al prójimo y ejercicio de la espiritualidad. Es mucho lo que el mundo puede ganar.
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