José Jiménez Lozano
Un mundo clandestino
«La gente duerme apaciblemente en su cama por la noche sólo porque hay hombres rudos dispuestos a ejercer la violencia por ella», dice Orwell. Pero no estamos nada agradecidos, sino al contrario, porque esos nuestros cuidadores y salvadores de nuestras vidas avergüenzan nuestro idilismo o «roussonianismo»; esto es, nuestra inconsciencia o nuestro aislamiento de la realidad que ya hemos dejado de percibir en sí misma, sino a través de diversos envoltorios y distorsiones, que nos permiten verla de manera ya adaptada.
La conciencia general es la de que vivimos en el mejor de los mundos y como dice Robert Kaplan comentando aquellas palabras de Orwell, «la burocracia fabrica ciertamente un tipo de hombre para el que la palabra «sacrificio» no tiene sentido alguno, ni en su imaginación entra la eventualidad de la guerra, y este es un dato del que resulta una situación peligrosa, porque la mirada del mundo no sólo se hedoniza, sino que se sentimentaliza y romantiza». Y, además, está poseída por una especie de complejo de Adán que no duda de que es capaz de construir un mundo nuevo, como los gnósticos de hace siglos, aunque se piense que todo esto es una modernidad. Pero no son solamente los hombres conformados por los burócratas a los que puede ocurrir todo lo dicho más arriba, sino en general todos nosotros, que padecemos el discurso de los «media», de la comercialidad, de la política y, desde luego de aquella parcela de gentes que desde hace años se denominó «intelligentsia», o «fabricantes de almas» y, por lo tanto, de pensares y sentires.
Y no sólo es ésta una cuestión moral, sino que la anomia total, en todos los aspectos y, por lo tanto, también del desprecio del orden y del método del pensamiento nos entrega a la simpleza intelectual, disimulada en una jerga incomprensible y necia.
Pero aún hay otro aspecto en la llamada de atención de Orwell acerca de esos hombres que vigilan mientras dormimos, y es que son conscientes del desprecio que inspiran, en general, a las gentes con autoconciencia cultural y política. De manera que hay un momento en que uno de esos hombres que vigilan para que durmamos le dice al periodista que les visita que no le nombre en su libro porque le parece que eso estropearía todo el sentido moral de su actuación y su dedicación. Y esto es algo muy fino, porque es tal nuestro mundo que, si algo con un serio valor humano o cultural se pone en candelero, o se arroja a la publicidad, y se manosea, entonces se arruina y se convierte en ceniza; de manera que no hay ninguna extrañeza en que todos esos valores resulten invisibles y permanezcan en los subterráneos de la cultura misma.
Pero lo terrible no está en que estas realidades espirituales y culturales tengan que quedar agazapadas en medio del tinglado del mundo y de su poder de banalización progresiva, lo realmente nuevo es que en este nuestro mundo se da ya la inversión de la que se habla en unas «Historias del Cáucaso». De ahora mismo: «Desde hace un año –escribe su autor, Ludvig Chilirov–, los jóvenes no estudian porque no sienten interés, los obreros no trabajan, los pequeños no van a la escuela porque no existe porque no hay electricidad, y los campesinos no siembran porque hay guerra. Todo lo que hasta ahora era importante ha dejado de tenerse en cuenta, ya nadie presta atención a las cosas que antes tenían valor, lo que solía ser normal aquí se ha convertido en excepción, y lo anormal es el pan nuestro de cada día. La gente se acomoda rápidamente a las condiciones anormales. El instinto de conservación funciona. Los que no consiguen adaptarse perecen». Y sin duda también pueda darse una especie de paralelo de un darwinismo cultural en nuestra existencia, en el que, para pervivir, también nos fuéramos acostumbrando a vivir sin libros, sin conversación civilizada, sin belleza, y sin alma. ¿Será todo esto cuestión de tiempo?
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