Joaquín Marco

Un Nobel para la UE

Los premios Nobel de la Paz acostumbran a ser discutidos y discutibles. Por ejemplo, recordemos el que se le otorgó en 2009 al recién estrenado Barack Obama. Los beneméritos miembros de este jurado no gozan de buen olfato, según han demostrado en diversas ocasiones. Lo ratificaron una vez más al otorgárselo a la Unión Europea, paradójicamente, en el peor momento de su historia. Bien es verdad que no hay, en estos momentos, guerras visibles en Europa, como las hubo en la anterior Yugoslavia (aunque tropas de la OTAN, y en consecuencia de la Unión, se encuentran combatiendo en Afganistán y en otros países). Pero Europa perdió, tras la cruenta guerra mundial, un ardor belicista que se prolongó hasta 1945. En ruinas, tuvo que ser apoyada por el Plan Marshall e instaurar una amistad franco-germana de forma imperativa. Comenzó con un tratado económico, germen de lo que sería más tarde el llamado Mercado Común. Thorbjorn Jagland, presidente del Comité del Nobel, logró el pasado martes que la canciller alemana y el presidente francés se levantaran al unísono y alzaran sus manos entrelazadas. Todo un símbolo, aunque, como tantos, algo vacío de contenido; puesto que es de sobra conocida la divergencia de ambos mandatarios en la solución de la crisis económica que nos agobia. Alemania goza de un claro poder decisorio, apoyada por los ricos países del Norte. La confrontación Norte/Sur constituye ya un hecho indiscutible. Y, entre los países del Sur, nos hallamos por desgracia o por méritos propios. Los Veintisiete miembros, con democracias más o menos estables, simbolizaban, en el acto mismo de la concesión, la fragilidad y el desorden del grupo. Faltó a la cita David Cameron, haciendo gala de que Gran Bretaña es rancho aparte. Y, entre los asistentes, estaba Mario Monti, quien había lanzado pocas horas antes el bombazo de su dimisión que ha de producirse tras la aprobación de los presupuestos generales, lo que originó las puntuales perturbaciones bursátiles que se esperaban y arrastró consigo la deuda y la Bolsa española. No en vano un cínico Berlusconi, poderoso tras sus medios de comunicación, asomaba ya con su candidatura, que ha de salvarle, una vez más, de los tribunales de justicia.

No es éste el mejor momento de la UE, buena parte en recesión y la otra, en crecimientos casi simbólicos. Pero no es sólo la economía el mayor problema de este enorme paquidermo que se mueve con tanta lentitud, sino las fracturas sociales que ya asoman. Hemos pasado en muy pocos años de ser ejemplo de una sociedad mal llamada del bienestar a internarnos en los infiernos de la pobreza. No sólo es el creciente paro español, son también los minijobs alemanes, con sus bajos salarios, los recortes en las islas británicas, la ambigua situación en Francia. Señaló Jagland en su discurso de entrega: «Debemos permanecer juntos. Tenemos una responsabilidad colectiva. Sin la cooperación europea, el resultado puede ser fácilmente un nuevo populismo, un nuevo nacionalismo». Tal vez aludía en sus palabras, aunque sin mencionarlo, a Berlusconi, que ha iniciado campaña antes aún de que sonara la hora con dos premisas: no importa la prima de riesgo y la culpa de cuanto sucede es de la Alemania de la Sra. Merkel. No importa que se cierren los ojos ante la situación interna de Italia, la realidad es implacable. Pero Berlusconi sabe dónde le puede doler a Europa. Porque el programa alemán de recortes sin incrementar la actividad económica representa mayores sacrificios sin que los ciudadanos observen la recuperación a corto o medio plazo. Y, por otra parte, dirigir los dardos contra otro país es contribuir a un fácil nacionalismo.

Jagland afinó aún más al entender que la paz y la defensa de los «derechos» humanos no parecen suficientes, aunque resulten necesarios: «Podemos ver esto ahora cuando un país tras otro está sufriendo graves disturbios sociales porque políticas equivocadas, corrupción y evasión fiscal han llevado a que el dinero sea invertido en enormes agujeros negros. Esto conduce, comprensiblemente, a protestas. Las manifestaciones son parte de la democracia. La tarea de los políticos es transformar las protestas en acciones concretas». Europa debería, pues, responder a tales requisitorias y los gobiernos, corresponsabilizarse en avanzar en un camino de ayuda mutua. Pero la democracia se sostiene bajo los paraguas de los partidos políticos y mala cosa es defender el poder ante la inminencia electoral. Somos todavía una Europa de naciones. Se promete lo que no se puede cumplir, como bien apuntaba Monti, y se retrasa lo que no debería retrasarse. El euro no significa la unidad de la Unión Europea. Conviene defenderlo, pero reduce Europa a un simple mercado, donde priman intereses económicos y cada vez resulta más amplia la distancia entre una mínima clase poderosa y una amplia mayoría necesitada de apoyo (la antigua clase media y trabajadora). Aquí y allá brotan agujeros negros. Al apretar en exceso las tuercas de un determinado país, pongamos a España como ejemplo, saltan los encajes, brotan los desequilibrios sociales, se atenta contra lo esencial: llámese Educación, Justicia, Sanidad. Ronda de nuevo la idea, tras el bancario, del rescate total, dicen que instigada por Francia. Pero alguien pronosticó que Italia corría mayor riesgo que nosotros y daría el primer paso. La Europa del Sur es demasiado grande para poder ser digerida sin graves trastornos para el conjunto. Europa resulta demasiado importante para no convertir las protestas en acciones que apunten a un futuro más esperanzador.