José Jiménez Lozano

Una antigua monja de Ávila

Cuando a Teresa de Jesús, una monja de Ávila, se le ocurrió fundar un conventillo en esta su ciudad, con todos los cánones a su favor, pero sin avisar al Concejo, las gentes de éste se lo tomaron muy a mal, y peor las grandes familias, acostumbradas a mangonear iglesias y conventos, y la ciudad entera llegó a alborotarse tanto que Teresa cuenta que «no parecía si no que habían entrado moros»; pero, ahora, a quinientos años de su nacimiento, tal personaje y sus pensares, decires, sentires y hechos, extraordinariamente llamativos y sin subvenciones, no sé si van a interesar mucho en esta nuestra cultura de casitas de Potemkin, tan relucientes.

Pero nuestras relaciones con Teresa Cepeda y Ahumada, antes Sánchez por parte de padre y de los Ahumada y Cuevas de Olmedo por parte de madre, no suelen ser, de ordinario, por mero paisanaje y tampoco por cuestiones místicas, que son materia para doctores sutilísimos, y no todos tenemos cardadera para estas lanas y, más bien, se nos va la cabeza con las cosas del mundo. como a Teresa en el palacio de los Alba en Piedrahíta, con las que había allí en los vasares, y por todas partes

Pero ha habido otras mil razones para que en quinientos años tantos seres humanos se hayan encontrado con esta personalidad de Santa Teresa, y este encuentro haya sido importante en sus vidas. Pongamos, desde Lessing, por ejemplo, que la definió como una persona que «tenía el hábito de pensar como si no hubiera más que Dios y ella en el mundo», y otras gentes, relucientes o no, que han andado por esos caminos, o veredas del mundo, por mesones y paradores, o en los Carmelos y en las escrituras, desde luego. Y, en este caso, cuando dudamos de las palabras para nombrar el mundo nos acordamos que ella decía: «A esto llamo yo...»; y esto nos ayuda porque palabras no hay a veces para nombrar ciertas hermosuras.

Pero los encuentros con Teresa de Jesús han sido, especialmente, en torno a sus sucedidos y aventuras, como lo que le pasó yendo a Duruelo, que se perdió y tuvo que preguntar, y nadie le daba razón. O lo que le ocurrió en Salamanca, un día de ánimas, que, para consolar a otra monja a quien se la ocurrió pensar en la muerte, dedicó unos desplantes e ironías. Y como otra vez en que llegó a Medina del Campo una noche de agosto, víspera de las fiestas, cuando andaban encerrando toros, y pasó miedo. Y no sin razón, porque por esas fechas, en la misma Medina y otro año, los toros que se habían soltado habían corneado a unas personas. Acudieron allí los corchetes y detuvieron a algunos de los mozos, y sus compañeros tuvieron que allegarse a letrado que les hiciera un descargo, y en él fueron presentándose: el primero Joan Rodrígues, que era cristiano viejo, pero fulano y zutano eran judíos o de los morisquillos, y el otro y el de más allá, era milanés, tudesco, gascón o bizantino; pero «todos de nación de Medina del Campo», porque allí habían nacido, o allí vivían, y cada quien y cada cual tenía, luego, su lengua y su ley.

Pero el mundo siempre fue el mundo, y tuvo su maldad, como la de las castas limpias y las honras, que no podían tenerse sin dineros –decía ella– y estaban llenas de infecciones de sangres, y boberías de ese mundo, y podían ser dramáticas, como había ocurrido en la propia familia de Teresa, y habían amenazado sus conventos. Y ella podía conjurar todo eso, haciéndose la tontita y la disimulada, porque había decidido tratar siempre al mundo con mano izquierda y desprecio. Necesitaba el tiempo para su tarea de reforma religiosa, y también para leer, que no estaba a gusto si no tuviera libro nuevo; y para escribir lo que hiciera falta, y como quien habla. Y por esto nos entendemos, ahora mismo, tan bien con ella.